domingo, abril 15, 2018

2018: la clase media vota




Por Rogelio Ríos Herrán

Ya es un lugar común entre analistas y medios de comunicación dar por hecho que la orientación política y las posturas de la clase media mexicana van de la mano de la aspiración por la democracia y la igualdad social.

Por tanto, es ella la depositaria de la lucha contra el autoritarismo del sistema político y a favor de la reivindicación de los derechos humanos y el combate a la pobreza.

Su ubicación privilegiada entre las clases altas, ricas y poderosas que conforman la élite mexicana y, por otro lado, la inmensa mayoría de los mexicanos cuya existencia transcurre en diferentes niveles de pobreza, le permite a la clase media servir de eslabón para la movilidad social, las prácticas democráticas y la igualdad social.

Si esos supuestos, sin embargo, funcionaron razonablemente bien para la segunda mitad del siglo 20, me parece que hay malas noticias en nuestro siglo 21: la democracia y la lucha por la igualdad social y los derechos humanos no son compañeros inseparables de las clases medias.

No son ellas las garantes permanentes de los valores democráticos, los cuales muy bien han sacrificado en tiempos de crisis, por ejemplo, cuando la inseguridad en años recientes ha acorralado a los clasemedieros y han consentido en derogar las garantías individuales para combatir el asedio de narcotraficantes y secuestradores.

Soledad Loaeza, investigadora del Colegio de México, lo ha expresado muy bien al hablar de una contradicción patente entre clases medias y democracia o, en otras palabras, entre privilegio e igualdad.

En su obra “Clases Medias y Política en México” (México: El Colegio de México, 1988) nos dice que eso “puede significar que las convicciones democráticas de las clases medias no son inherentes a su condición de clase” y que tal vez su comportamiento frente al poder ha estado regido por la posición privilegiada que ocupan en la estructura social mexicana, y no tanto por la defensa de los principios de igualdad y libertad o por las características que se desprenden de su función económica y de su composición interna” (p. 28).

No es difícil constatar esa afirmación de Loaeza, por ejemplo, cuando en mi ciudad (Monterrey, N.L.), en años recientes la percepción de inseguridad creció a niveles inéditos para los regiomontanos, cuya clase media estuvo más que dispuesta a combatirla con la presencia de retenes de policías y militares en las calles, detenciones extrajudiciales, grupos paramilitares y exigiendo que la aplicación de los derechos humanos “no estorbara” a la cacería de delincuentes o, para decirlo de otra manera, que los derechos humanos “favorecían” a los delincuentes.

O cuando, para seguir con los ejemplos norteños, llegó a la ciudad -de paso o para quedarse- una ola de inmigrantes centroamericanos cuya presencia se notó de inmediato en las calles y semáforos de la Sultana del Norte y provocó un rechazo de pánico en la clase media que los consideraba, a todos sin excepción, como delincuentes, no como trabajadores migrantes.

Menciono estos casos que he podido constatar a manera de ejemplos, pues me parece que se replican en las actitudes de la clase media en muchas ciudades mexicanas.

En época de elecciones presidenciales, esas actitudes contradictorias entre aspiraciones democráticas y actitudes autoritarias se agudizan y se proyectan en los debates entre clasemedieros sobre cómo van a votar.

Tal vez ahí, en las clases medias, radica la razón de que cada elección presidencial, por lo menos en las últimas dos décadas, sea percibida como un referéndum sobre el proyecto de Nación olvidando que el cambio del titular del Ejecutivo no implica necesariamente un cambio de régimen.

“¿Qué significa estar en la mitad?”, se pregunta Loaeza respecto a la ubicación de la clase media mexicana entre la poderosa élite y las clases bajas. Significa que sus comportamientos y actitudes no sólo están determinadas por sus características educativas y su predisposición a ciertas formas de acción política como la formación de partidos.

Además, nos dice la autora, “su vínculo con la educación y la modernidad han alimentado la creencia de que tienen una inclinación natural hacia ideologías y posiciones progresistas. Sin embargo, esta perspectiva tiende a restar importancia a los intereses propios de estos grupos que no siempre se identifican con el cambio. Tan es así que las clases medias han estado asociadas alternativamente con la modernización y con el radicalismo” (p. 34).

La clase media mexicana no votará el 1 de julio como un bloque impulsado por inclinaciones progresistas, por la igualdad social, los derechos humanos, el combate a la corrupción, etcétera. 

Los clasemedieros, en su mayoría, le tienen profundo temor al cambio, a la incertidumbre, a los golpes de timón que lleven a México en tal o cual dirección; pero igualmente tienen miedo a que las cosas sigan igual, a que la “estabilidad” en la vivimos nos lleve a la parálisis social y económica.

No es que la democracia como régimen esté en peligro, sino que nuestro estilo de vida (hablo aquí como clasemediero) lo sentimos amenazado tanto por la “estabilidad” como por el cambio, cuando éste se plantea desde posiciones radicales: vivimos atemorizados porque no percibimos más que amenazas. Si cambiamos, mal; si no cambiamos, peor.

En ese terreno político fértil caerán las promesas y ofrecimientos alegres y desenfadados de todos los candidatos presidenciales, quienes buscarán los votos de una clase media que todavía lee a Marx, pero le sigue rezando a la Virgencita de Guadalupe.

rogelio.rios60@gmail.com

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