Por Rogelio Ríos Herrán
Ya es un lugar común entre analistas y medios de
comunicación dar por hecho que la orientación política y las posturas de la
clase media mexicana van de la mano de la aspiración por la democracia y la
igualdad social.
Por tanto, es ella la depositaria de la lucha contra
el autoritarismo del sistema político y a favor de la reivindicación de los
derechos humanos y el combate a la pobreza.
Su ubicación privilegiada entre las clases altas,
ricas y poderosas que conforman la élite mexicana y, por otro lado, la inmensa
mayoría de los mexicanos cuya existencia transcurre en diferentes niveles de
pobreza, le permite a la clase media servir de eslabón para la movilidad
social, las prácticas democráticas y la igualdad social.
Si esos supuestos, sin embargo, funcionaron razonablemente
bien para la segunda mitad del siglo 20, me parece que hay malas noticias en
nuestro siglo 21: la democracia y la lucha por la igualdad social y los
derechos humanos no son compañeros inseparables de las clases medias.
No son ellas las garantes permanentes de los valores
democráticos, los cuales muy bien han sacrificado en tiempos de crisis, por
ejemplo, cuando la inseguridad en años recientes ha acorralado a los
clasemedieros y han consentido en derogar las garantías individuales para
combatir el asedio de narcotraficantes y secuestradores.
Soledad Loaeza, investigadora del Colegio de México,
lo ha expresado muy bien al hablar de una contradicción patente entre clases
medias y democracia o, en otras palabras, entre privilegio e igualdad.
En su obra “Clases Medias y Política en México” (México:
El Colegio de México, 1988) nos dice que eso “puede significar que las
convicciones democráticas de las clases medias no son inherentes a su condición
de clase” y que tal vez su comportamiento frente al poder ha estado regido por
la posición privilegiada que ocupan en la estructura social mexicana, y no
tanto por la defensa de los principios de igualdad y libertad o por las
características que se desprenden de su función económica y de su composición
interna” (p. 28).
No es difícil constatar esa afirmación de Loaeza, por
ejemplo, cuando en mi ciudad (Monterrey, N.L.), en años recientes la percepción
de inseguridad creció a niveles inéditos para los regiomontanos, cuya clase
media estuvo más que dispuesta a combatirla con la presencia de retenes de policías
y militares en las calles, detenciones extrajudiciales, grupos paramilitares y
exigiendo que la aplicación de los derechos humanos “no estorbara” a la cacería
de delincuentes o, para decirlo de otra manera, que los derechos humanos “favorecían”
a los delincuentes.
O cuando, para seguir con los ejemplos norteños, llegó
a la ciudad -de paso o para quedarse- una ola de inmigrantes centroamericanos
cuya presencia se notó de inmediato en las calles y semáforos de la Sultana del
Norte y provocó un rechazo de pánico en la clase media que los consideraba, a
todos sin excepción, como delincuentes, no como trabajadores migrantes.
Menciono estos casos que he podido constatar a manera
de ejemplos, pues me parece que se replican en las actitudes de la clase media
en muchas ciudades mexicanas.
En época de elecciones presidenciales, esas actitudes
contradictorias entre aspiraciones democráticas y actitudes autoritarias se
agudizan y se proyectan en los debates entre clasemedieros sobre cómo van a
votar.
Tal vez ahí, en las clases medias, radica la razón de
que cada elección presidencial, por lo menos en las últimas dos décadas, sea
percibida como un referéndum sobre el proyecto de Nación olvidando que el
cambio del titular del Ejecutivo no implica necesariamente un cambio de
régimen.
“¿Qué significa estar en la mitad?”, se pregunta
Loaeza respecto a la ubicación de la clase media mexicana entre la poderosa
élite y las clases bajas. Significa que sus comportamientos y actitudes no sólo
están determinadas por sus características educativas y su predisposición a
ciertas formas de acción política como la formación de partidos.
Además, nos dice la autora, “su vínculo con la
educación y la modernidad han alimentado la creencia de que tienen una
inclinación natural hacia ideologías y posiciones progresistas. Sin embargo,
esta perspectiva tiende a restar importancia a los intereses propios de estos
grupos que no siempre se identifican con el cambio. Tan es así que las clases
medias han estado asociadas alternativamente con la modernización y con el
radicalismo” (p. 34).
La clase media mexicana no votará el 1 de julio como
un bloque impulsado por inclinaciones progresistas, por la igualdad social, los
derechos humanos, el combate a la corrupción, etcétera.
Los clasemedieros, en
su mayoría, le tienen profundo temor al cambio, a la incertidumbre, a los
golpes de timón que lleven a México en tal o cual dirección; pero igualmente
tienen miedo a que las cosas sigan igual, a que la “estabilidad” en la vivimos
nos lleve a la parálisis social y económica.
No es que la democracia como régimen esté en peligro,
sino que nuestro estilo de vida (hablo aquí como clasemediero) lo sentimos
amenazado tanto por la “estabilidad” como por el cambio, cuando éste se plantea
desde posiciones radicales: vivimos atemorizados porque no percibimos más que
amenazas. Si cambiamos, mal; si no cambiamos, peor.
En ese terreno político fértil caerán las promesas y
ofrecimientos alegres y desenfadados de todos los candidatos presidenciales,
quienes buscarán los votos de una clase media que todavía lee a Marx, pero le
sigue rezando a la Virgencita de Guadalupe.
rogelio.rios60@gmail.com
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