Por ROGELIO RÍOS HERRÁN
Yo recuerdo, en estos días, una visita que hice, en el
año 2003, a Tijuana y San Diego con un grupo de periodistas mexicanos invitados
por el Departamento de Estado de Estados Unidos, en la cual las autoridades
migratorias que cuidaban la garita de San Ysidro nos hablaron de sus
experiencias con los indocumentados.
Dos cosas que nos mostraron me dejaron muy
impresionado. La primera, una serie de videos en donde se veía la forma de
cruzar de los indocumentados en los 80s y 90s, antes de que se construyera un
muro que empezaba desde la playa y continuaba durante varias millas hacia el
desierto: se juntaban del lado mexicano grupos de cientos de migrantes y se
arrancaban corriendo a pasar entre las casetas hacia el lado
estadounidense.
Los agentes de migración, escasos y tomados por sorpresa,
no atinaban más que literalmente a “taclear” a los indocumentados que pescaban
(muy pocos, por supuesto), mientras el grueso del grupo seguía corriendo por la
carretera o entre los campos.
Lo más peligroso de todo, nos decían los de la “Migra”,
era que había atropellados y muertos en la carretera, pues el caos era tremendo
para conductores y peatones. No había, sin embargo, uso de las armas de fuego
de los agentes.
Como parte de la visita, nos subimos después a unas
camionetas de Migración y enfilamos por el camino aledaño a la cerca divisoria,
durante varias millas, hasta llegar a la playa. La cerca se internaba todavía
algunos metros más en el agua con la vana esperanza de disuadir a los migrantes
de rodearla a nado.
El contraste entre el lado americano y el mexicano era
brutal. Los sensores, cámaras, reflectores y la vereda bien definida les servían
a los agentes de la Migra para realizar su labor de vigilancia. Del otro lado,
oscuridad casi total, sin cámaras ni agentes que resguardaran la frontera
mexicana.
Había algunos puntos de reunión de indocumentados,
quienes se apostaban ahí a la espera de una oportunidad para intentar saltar la
cerca. Por supuesto que eran vulnerables a asaltos y vejaciones de pandilleros
y criminales que hacían con ellos lo que querían.
Mike, uno de los agentes migratorios, nos contó que lo
más duro que le había tocado vivir había sido la ocasión en que, recién
ingresado a la Migra, en sus primeros patrullajes le tocó observar desde su
lado de la frontera cómo un grupo de pandilleros violaba a una muchacha en
total impunidad.
Al gritarles los agentes estadounidenses que la
dejaran en paz, los pandilleros se burlaron de ellos y siguieron con la
violación grupal como si nada. Mike no pudo contenerse, desenfundó su pistola y
apuntó a los violadores, pero su compañero le tomó la mano y lo contuvo, no
había nada que ellos pudieran hacer salvo dar aviso a la policía mexicana. Mike
lloró de coraje, desde ese día quedó profundamente marcado por la realidad del
cruce fronterizo.
Por eso cuando veo lo que sucede ahora en Baja
California con el grupo de centroamericanos que intentan entrar como sea a
Estados Unidos, comprendo que se trata de la nueva versión de un problema
viejo, muy viejo, que de tanto en tanto vive escenas climáticas como las del
domingo 25 de noviembre en Tijuana y las corretizas y golpes entre policías
mexicanos, agentes de la Migra y los indocumentados.
No ha existido antes empatía alguna de las autoridades migratorias estadounidenses contra los indocumentados, ni la habrá hoy. La respuesta en
esta ocasión ha sido de mayor dureza hacia quienes intentan acercarse a la
frontera, de despliegue militar, de alambres de púas e instrucciones de uso de “fuerza
letal” completamente absurdas.
No veo, por otra parte, la capacidad suficiente de las
autoridades mexicanas, municipales, estatales y federales, para abordar el
problema desde otra perspectiva que no sea la de la contención policiaca. Ahí
se agota el esfuerzo, hasta ese punto parece llegar la comprensión del fenómeno
migratorio.
No hay, en fin, quién atienda ahora oficialmente lo
que sucede en Tijuana y lo que se viene para varias ciudades fronterizas
mexicanas: el fenómeno de la migración por caravanas o grupos de miles de
personas desde América Central, muchas de las cuales -quizá la mayoría- tendrán
que quedarse en territorio mexicano.
Se nos vino encima a los mexicanos la versión nacional
del gran desafío que son las migraciones internacionales, el desplazamiento de
personas y la necesidad de auxiliarlos humanitariamente que agobia a muchas
otras naciones, desde Alemania, hasta Colombia y Turquía, por mencionar algunos
casos.
Es un fenómeno del siglo 21 ese desplazamiento desordenado
de personas expulsadas de sus comunidades por la guerra, la violencia o la
pobreza. México acaba de entrar apenas al nuevo siglo, al siglo de los
migrantes, en este 2018 que será el Año de las Caravanas.
No estábamos preparados, no sabemos bien qué hacer, vaya
ni siquiera cómo mirar a los inmigrantes: ¿son personas que necesitan y merecen
nuestra ayuda por razones humanitarias? ¿Son una bola de holgazanes que no
quieren trabajar, sino vivir de lo que les den?
¿Se trata de familias enteras desesperadas por huir de
las amenazas y la muerte o son meramente unos padres irresponsables que
arriesgan a sus hijos en un viaje aventurero?
¿Son seres humanos y personas como nosotros que buscan
salir de la pobreza o son extranjeros de un nivel inferior que amenazan nuestro
nivel de vida?
Cada quien deberá responder a esas cuestiones según
sus principios, creencias y sentido humanitario. Lo que es ineludible para el
Gobierno mexicano (el federal, los estatales y municipales) es atender el
fenómeno, no evadirlo ni diluirlo en la agenda pública, tomar posiciones firmes
frente a la hostilidad manifiesta de Estados Unidos en este tema y aliviar, a
la altura de sus responsabilidades y el derecho humanitario, la penosa
vulnerabilidad de los migrantes centroamericanos.
Hoy, desafortunadamente, no hay quien dé la cara entre
las autoridades mexicanas ni quien le conteste al Presidente Donald Trump las
barbaridades que dice por Twitter sobre la Caravana.
Bienvenido México al siglo 21, el de los migrantes.