viernes, septiembre 23, 2011

Carlos Slim: un retrato



Por Rogelio Ríos Herrán

La agudeza intelectual y la autoridad moral y académica de Jorge G. Castañeda nos regala un retrato excepcional de Carlos Slim, en el reciente libro de Castañeda, “Mañana o pasado. El Misterio de los mexicanos”, que sin más preámbulo les comparto:

“Slim es un caso raro entre los magnates mexicanos, como podría esperarse. Rara vez ostentoso, casi siempre mostrando buen gusto con la fortuna que ha adquirido, dedicado a la vida familiar (su mujer murió en 1999 de una enfermedad renal y no se ha vuelto a casar), y bastante progresista en sus opiniones políticas, ha alcanzado una estatura curiosa en el país donde nació e hizo su fortuna.

El millonario procura rodearse de intelectuales y casi siempre los seduce –sin aparente interés propio- y generalmente evita el camino tradicional que utilizan los demás ricos para rodearse de escritores, artistas y políticos: el dinero y la corrupción. En compañía de líderes y celebridades extranjeros o locales, conversa con Bill Clinton de béisbol; se reúne a menudo con Gabriel García Márquez, y frecuenta a Felipe González y Carlos Fuentes. Pero no los utiliza, es decir, no les pide favores que pongan en riesgo su integridad ni su imagen pública. Es generoso con su tiempo –aunque no siempre con su dinero- y es asombrosamente accesible, discreto y bien humorado.

Pero Slim tiene una clara conciencia de su posición y poder. Las conversaciones con él son más bien monólogos –sean sobre negocios, las computadoras de sus hijos, la glaciación, el béisbol, la política o las personas. Hace siempre hincapié en sus puntos de vista individuales; cualquier intento colectivo con él implica alinearse con sus visiones, intereses y ambiciones.

Con el tiempo, Slim se ha vuelto más filantrópico, pero él mismo maneja cada detalle de sus fundaciones. Su única actividad colectiva es su familia; los hijos administran muchas de sus empresas, pero incluso en el día a día los vigila de cerca. A pesar del enorme poder que ha adquirido Slim en México, así como en muchas otras partes de América Latina, donde es dueño de las compañías telefónicas más grandes, opera, actúa, y habla desde el podio de la individualidad. Incluso en medio de crisis económicas o políticas en países donde ejerce cierto dominio, prefiere trabajar solo: un lobo estepario, en la gran tradición mexicana.

Slim no es, de ninguna manera, un mexicano posmoderno, que pone su impresionante talento y poder al servicio de una acción colectiva. La única excepción y no muy alentadora, por cierto, es el grupo de millonarios latinoamericanos que convoca una vez al año en distintos lugares del mundo, con sus respectivos hijos, para que las nuevas generaciones de ricos puedan socializar entre ellos y empiecen a aprender los gajes del oficio y cómo llevar la batuta de los negocios, familiares y nacionales. Carlos Slim, sin importar su enorme fortuna, poder y capital social, es tan individualista como nuestros atletas, artistas, políticos y los mexicanos en general. No es de ningún modo un “robber baron” como los magnates norteamericanos del siglo XIX, pero sí es producto del sistema mexicano. Aunque le ha ido muy bien en Latinoamérica, donde, al igual que en México, impera una protección muy particular en los monopolios, ha corrido con menos suerte en Estados Unidos”.

Fuente: Jorge G. Castañeda . “Mañana o pasado. El Misterio de los mexicanos”. México: Editorial Aguilar, 2011, pp. 60-61.

Interesante, ¿verdad? Slim es uno de los hombres públicos más señalado, pero quizá menos conocido –no digamos comprendido- de México, así que cada aportación sobre su persona –como las palabras que le dedica Castañeda- sirve para enriquecer nuestro criterio sobre el multimillonario mexicano.

rogelio.rios60@gmail.com







viernes, septiembre 09, 2011

9/11 + 10






Por Rogelio Ríos


Tal vez con la distancia de los años, pensaba hace una década, podría entender realmente la profundidad y el significado de un evento trágico de la magnitud del ataque con aviones al World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre de 2001.

Pero una década después hay muchas preguntas sin respuesta, y no parece acabar de asentarse en el mundo entero las consecuencias nefastas de la era que se inauguró sombríamente aquel día septembrino de años atrás: ¿por qué se da ahora primacía a las razones de seguridad sobre los derechos humanos fundamentales del hombre? ¿Qué llevó a Al Qaeda y al círculo estrecho de fundamentalistas que controlan la organización terrorista a pensar que su lucha sería aclamada masivamente entre los musulmanes del mundo? ¿Cómo se explicaría esa misma organización, o lo que queda de ella, que diez años después del 9/11 se observe a lo largo del norte de África y Medio Oriente un levantamiento popular que se denomina la “primavera árabe” desde el mundo occidental?

La gran atención mediática que provocó el ataque a las Torres Gemelas llevó a la noción de terrorismo, entendida según la visión estrecha y brutalmente simplista de Al Qaeda, a ubicarse justamente en el centro de la agenda pública internacional. Al detonar en el mundo occidental una respuesta de fuerza y doctrinariamente reduccionista y brutal –la doctrina del ataque preventivo- de Estados Unidos ante la agresión de la que la gran potencia fue víctima, no hubo ya más espacio para otra cosa que no fuera el binomio terrorismo/antiterrorismo, bajo el cual se justificaba toda división interna en Estados Unidos entre aliados y enemigos, y, por supuesto, proyectada en la arena internacional, justificaba igualmente toda la reorganización de los países en “amistosos” o “amenazantes” a la seguridad nacional estadounidense.

Así de simple, así de reducido a su mínima expresión, esta idea de un mundo en blanco y negro en el cual, como afirmara en su momento el Presidente George W. Bush, palabras más, palabras menos, “si no estás conmigo quiere decir que estás en contra mía”, delineó el inicio de un nuevo siglo que venía cargado de promesas para terminar hecho un rehén de la geopolítica mundial, en términos que se podrían calificar como de un retorno a la Guerra Fría, ahora no en un enfrentamiento entre dos superpotencias con capacidad de destrucción nuclear mutua, sino entre una superpotencia y su enemigo difuso –el terrorismo- que puede estar en cualquier lugar y adoptar la forma de cualquier cosa, concretarse en la forma de un jet comercial usado como misil, o en la de una joven mujer árabe que se inmola al detonar una bomba atada a su cuerpo en un atentado suicida en las calles de Kabul.

¡Qué triste arranque para el siglo 21! Desde el punto de vista de este observador en México, un país en desarrollo que vive desde hace años el flagelo del narcotráfico, y que se debate entre una cara moderna y globalizada y otra tradicional y rezagada, sumida en la pobreza de millones de personas, es terriblemente injusto que el mundo se transformara de nueva cuenta en un campo de batalla en el cual se vuelven a cerrar las oportunidades para países como el nuestro, y los recursos de los países desarrollados se empleen en nuevas guerras y políticas de seguridad, y no para impulsar el desarrollo económico y social en el mundo árabe en primer lugar –cuyos indicadores de desarrollo humano están por los suelos- y en África, América Latina y Asia entre los miles de millones de personas que sobreviven apenas con uno o dos dólares diarios de ingreso.

Por eso es que el 9/11 no puede ser entendido solamente como símbolo de la locura de una organización terrorista en contra de Occidente, sino como algo cuyo impacto ha sido mucho más extenso y nefasto: fue el símbolo de la cancelación o por lo menos la postergación de mejores oportunidades de desarrollo para lo que Frantz Fanon llamara “los condenados de la Tierra”, y en general para países que llevan ya por lo menos medio camino andado hacia la superación de su estatus como países en desarrollo o emergentes en pos de la anhelada meta del desarrollo pleno.

Lo que se derrumbó en Nueva York ese 11 de septiembre de 2001 fue algo más que las vidas de tres mil personas y la destrucción de un símbolo de la Gran Manzana y del mundo entero, suceso trágico en sí mismo y totalmente condenable; fue también la esperanza de un mundo mejor al que recién apenas, a partir de la caída del Muro de Berlín, empezábamos a acceder en la forma de un escenario multipolar más equilibrado y una agenda internacional orientada a los problemas del desarrollo económico, la preocupación por el medio ambiente y el calentamiento global, el surgimiento de la reivindicación de los derechos humanos y las metas del Milenio contra la pobreza y la exclusión social fijadas por la ONU. Todo ello pasó a un segundo o tercer plano ante la intrusión en la escena internacional de Al Qaeda y su postura de lucha por medio del terror en contra de Estados Unidos y Occidente. Seguridad primero, luego desarrollo, fue la nueva premisa del mundo occidental.

Una década después del 9/11, entonces, no sólo persisten muchas preguntas sin respuesta en torno al atentado mismo, sino que siguen intactas las reivindicaciones y esperanzas de un mundo en desarrollo y de millones de marginados para quienes las puertas del desarrollo permanecen cerradas, atrancadas bajo el candado ominoso de una lucha sin cuartel que nosotros no iniciamos, y a la cual, todavía, no se le ve fin.

Honremos siempre la memoria de los caídos el 11 de Septiembre, entre ellos, muchos mexicanos.
rogelio.rios60@gmail.com
@rogeliux


Una visita a CDMX

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