sábado, noviembre 08, 2014

Desaparecidos, calcinados…

Fuente: Google Search.


Por Rogelio Ríos Herrán

Ni al más curtido lector de noticias mexicano le pasó sin tocarlo, emocionalmente hablando, la nota de que fueron encontrados algunos de los restos de los 43 normalistas rurales guerrerenses, quienes afirma la Procuraduría General de la República que fueron secuestrados, asesinados e incinerados en un basurero de la población de Cocula, en Guerrero, y parte de sus restos dispersados en el Río San Juan.

Ese mismo lector que ha visto de todo en las noticias: gente colgada en los puentes, cabezas desprendidas de sus cuerpos y tiradas en las banquetas, personas descuartizadas, niños verdugos y niños víctimas, etcétera, se resistía a creer que los normalistas de Ayotzinapa fueran a tener el mismo final que los miles de víctimas de la violencia en México: la muerte violenta, la desaparición hasta de los restos, el desvanecimiento de personas que nunca son vueltas a ver.

Pero la noticia, aunque previsible, llega como bofetada para todos los mexicanos: ya aparecieron los normalistas, pero muertos y asesinados con crueldad.

Un hecho así nos degrada a todos los mexicanos –sociedad y gobierno- a niveles a los que no quisiéramos descender jamás, a una convivencia sin leyes ni normas en donde la ambición de poder y riquezas de unos cuantos grupos dominantes no tiene freno ni escrúpulo alguno, a un lugar en que la muerte indiscriminada y brutal es el único horizonte de vida.

En proporciones distintas, pero la misma tendencia se repite en todo México: las extorsiones y amenazas; luego los secuestros y finalmente el asesinato o la desaparición de las personas. 

En la mayoría de los casos hay autoridades involucradas –por acción u omisión- que dejan a los ciudadanos en total indefensión.

El problema no queda enterrado en Guerrero con los restos de los normalistas rurales, ni sus consecuencias conocen ya límites geográficos, como se puede constatar con la amplia difusión del caso Ayotzinapa en redes sociales y en medios informativos y entre autoridades de muchos países que han condenado el evento violento.

El problema de la violencia llega hasta nuestra vidas de golpe, se conoce y se vive en Tijuana o en Monterrey tanto como en Iguala o Chilpancingo: los derechos humanos se encuentran bajo constante ataque, las garantías individuales sólo existen en el papel mientras no las defendamos, el valor de la vida y la dignidad de cada persona es desdeñado y degradado con impunidad por las organizaciones criminales y por la complicidad directa de autoridades, en muchos casos, o por la omisión, en otros tantos.

Ahí, en ese territorio de los derechos fundamentales, sin barreras ni condicionantes de ideologías, sin reservas políticas, es donde yace la esencia de lo que es ser humano y habitante de este mundo con derechos y obligaciones por el simple hecho de ser una persona.

“El desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”, escribieron los redactores en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948).

“Todo individuo tiene derecho a la vida, a la dignidad y a la seguridad de su persona” (artículo 3), agregaron. Todo ello tiene vigencia plena en la legislación mexicana.

México tuvo una participación activa y solidaria tanto en la elaboración de la Carta de San Francisco (que crearía a la ONU en 1945) como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos porque se creía entre muchos mexicanos de entonces en la posibilidad de un mundo mejor después del horror de la Segunda Guerra Mundial.

Pero en 2104, ¿qué decirle a los padres de los normalistas rurales asesinados? ¿Que todo fue en vano para los mexicanos desde 1948? ¿Que tenemos derechos fundamentales a nivel universal y consagrados en la Constitución mexicana, pero que no los podemos hacer valer? ¿Que se resignen a ya no ver vivos jamás a sus hijos jóvenes?

 La vida en México seguirá, por supuesto, el país no se detiene ante los hechos violentos que ya parecen empezar a formar una parte permanente de su panorama, y, por lo demás, vendrán otros sucesos y noticias a desplazar a Ayotzinapa de la atención de la opinión pública.

Pero el problema de fondo persiste en todo México y en todos los estratos sociales: ¿cuánto vale en México nuestra vida y dignidad como personas? ¿Cómo ejerce un mexicano sus derechos fundamentales: por la vía institucional o con un fusil en la mano? ¿Por qué tuvimos que llegar a este dilema?

rogelio.rios60@gmail.com





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