viernes, abril 03, 2009

Gracias, Torre Eiffel



Por Rogelio Ríos Herrán



Celebrar desde México el 120 aniversario de la Torre Eiffel el 31 de marzo pasado es válido por lo que tiene de francés y de universal el monumento a la Revolución Francesa levantado por Gustav Eiffel.


“Igualdad, fraternidad, libertad” nos legaron los revolucionarios franceses del siglo 18, valores compartidos por la humanidad no obstante que persiste en nuestro mundo el autoritarismo y el desprecio por las libertades humanas.


La Torre Eiffel nos legaron los visionarios franceses del siglo 19 que, venciendo las críticas de su época (Paul Verlaine, por ejemplo, calificó despectivamente de “esqueleto de atalaya” a la Torre; Guy de Maupassant la llamó “pirámide alta y flaca de escalas de hierro”), levantaron en honor de su Revolución y para su inspiración perdurara para siempre, una incomparable maravilla arquitectónica.


La visito con frecuencia en viajes por el Google Earth y celebro el honor de haber posado un pie en ella, como tantos viajeros cuya expectación de llegar a París reside, en buena medida, en llenarse los ojos y el alma con la Torre Eiffel, divisarla desde lejos como si en el horizonte apareciera una estrella de la irrefrenable imaginación y tenacidad del hombre.


Una estrella que no es fugaz por cierto, y que requirió, nos informa EL PAIS, de unas 60 toneladas de pintura (“castaño Torre Eiffel” es el tono), para decorar 250 mil metros cuadrados de vigas.


Una estrella de Belén que trajo a 6.9 millones de visitantes en 2008, 75 por ciento de los cuales provenían de fuera de Francia.


Es la Torre Eiffel la que bien vale una misa. Desde su cima, con el Río Sena a sus pies, el observador comprende por qué la grandeza humana reside en sus obras buenas, magníficas y enhiestas por sobre la miseria de la condición humana que la encadena.


Dentro del conjunto de los monumentos europeos, la Torre Eiffel es mucho más que un rasgo arquitectónico de París para el solaz de los visitantes y turistas, al concentrar en su estructura la resistencia del espíritu francés a adversidades como la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial, y su fidelidad a las libertades políticas del hombre, anhelo no siempre bien cumplido por los gobernantes franceses.


Cuando un mexicano conoce la Torre Eiffel no se siente extraño ante la magnitud de sus dimensiones ni ante la admiración compartida universalmente que suscita. Sabe que puede verse reflejada en ella, sin ser francés, en cuanto su mensaje de invencibilidad del espíritu lo hace suyo y lo lleva consigo de regreso a su patria.


Es aquí, en el México de hoy que sufre el asedio a sus ciudadanos y sus libertades y cuando la vida humana y sus ideas de progreso y libertad parecen valer cada día menos, en donde el simbolismo de la Torre Eiffel cobra un significado con sabor mexicano: nos eleva a las alturas por encima de nuestras tribulaciones, nos da esperanza de que no estamos solos en el mundo.


No en las pirámides que representan antiguos imperios prehispánicos de sometimiento y violencia, no en los rascacielos contemporáneos de estilizados diseños que nos dejan fríos y no representan otra cosa que el poder y la opulencia de sus dueños.


Es en las alturas libres e ilimitadas de la Torre que domina la capital francesa en donde un ciudadano cualquiera, un ser humano sin poder y sin riqueza puede exaltar, sin embargo, la dicha sencilla de su condición humana en una cultura de libertad universal.


Gran logro y gran sueño que para cualquier mexicano, sumergido en la dura tarea cotidiana de salir adelante, puede parecer inalcanzable o quizá utópico, pero ahí están los símbolos universales para refutarlo.


Gracias, Torre Eiffel, por 120 años de portento.


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