sábado, septiembre 19, 2020

Mi México

Fuente: Agencia EFE

Por Rogelio Ríos Herrán

¿Cómo conocí a mi país? ¿Qué lo hizo ser “Mi México”?

Desde niño, acompañé en algunos viajes a mi padre, quien durante casi toda su vida fue agente de ventas o viajante, ese personaje hoy desaparecido que recorría ciudades y pueblos mexicanos con su portafolio en mano y con una sonrisa para cada cliente.

Recuerdo que mi padre era bien recibido en cada negocio que visitaba. Sus clientes charlaban largamente con él y, al final, le hacían sus pedidos de mercancías. El viajante enlazaba personas, llevaba novedades, platicaba de política o deportes, citaba a poetas o, como en el caso de mi padre, cantaba alguna canción, pues en su juventud había sido cantante en la radio y el teatro.

Pero, sobre todo, tengo muy presente el gusto por el viaje, o “hacer la ruta” como papá le decía, las horas en la carretera platicando o escuchando la radio mientras manejaba y explicaba cada punto del camino, un pueblo, una montaña o el mejor lugar para detenerse a comer: los conocía todos.

El agente de ventas era todo un personaje. Con su visita, se rompía la monotonía de la vida en los lugares pequeños y se le recibía con gusto para que platicara los sucesos. Gracias a esos viajes, pude darme una idea, desde niño, de la variedad de paisajes, personas y poblaciones de México.

Ya sea que viviéramos en la costa, en el puerto de Veracruz, por ejemplo, y de ahí recorriera con mi padre varias rutas: hasta Xalapa y Puebla, pasando por Córdoba y Orizaba y la falda del Citlaltépetl o Pico de Orizaba.

O que, rumbo al sur, entrara mi padre a los pueblos de la Cuenca del Papaloapan (Cosamaloapan, Tlacotalpan, etcétera), el hermoso “Río de las Mariposas”, en cualquier caso el paisaje inundaba mis ojos y llenaba mi alma de la emoción de descubrir lugares nuevos o de volver a los ya conocidos, como si fuera un viaje de aventuras.

No lo sabía yo en ese entonces, pero me estaba nutriendo de lo que es México: un mosaico gigantesco de personas, modos de hablar, comidas deliciosas, paisajes de selva, río, montaña, volcanes, etcétera.

En otra ruta, cuando ya vivíamos en Monterrey, mi padre recorría la zona carbonífera del norte de Coahuila (Sabinas, Nueva Rosita, Múzquiz, etc.), un paisaje seco y desértico, una tierra dura y difícil de trabajar para arrancarle el sustento, el rostro tiznado de los mineros, todo eso lo pude ver también.

Desde entonces nació en mí la idea de llegar a conocer todo el territorio de México, de Yucatán a Sonora y de Matamoros a Tapachula, de Tampico a Mazatlán y de Coatzacoalcos a Salina Cruz: llevo recorrida una buena parte, pero me falta un tramo largo todavía.

La vida me ha regalado la dicha de tener amigos de muchos lugares de México. A través de ellos, de sus pláticas, sus formas de hablar y de ver la vida, se ha enriquecido también mi idea de lo que es ser mexicano.

Mi México, la nación que en septiembre cumple 210 años de Independencia, se formó entonces de muchos cachitos de vida desde aquellos viajes infantiles con mi padre. Vive en mí su chispa de agente viajero, de llegar y comunicar y tratar con las personas, de recorrer incansablemente nuevos lugares o retornar a los ya conocidos, nunca se agotará ese afán.

Por todo eso, creo firmemente que mi nación no se agota en una o dos etiquetas que se le pegan a las personas, en uno o dos estereotipos del mexicano, ni en los pleitos y confrontaciones de malos políticos y peores gobernantes. No, México es, afortunadamente, mucho más que eso: lo digo porque me consta.

Mi querida nación mexicana está de luto en este septiembre del 2020. Los muertos y desaparecidos, los que no tienen pan ni trabajo, ni esperanza; los que viven día a día con la angustia de no tener qué comer, todos ellos están presentes en la conciencia. Duelen.

Vamos a ayudarlos como podamos, ¡Viva, México!  

Retratos

 

Fuente: Google.com

Por Rogelio Ríos Herrán

Un contemporáneo de Miguel Hidalgo y José María Morelos y Pavón escribiría sobre ellos, años después de sus gestas independentistas, lo que llamó “Retratos”, es decir, breves semblanzas de su vida y obras.

La pluma aguda de José María Luis Mora nos dejó para la posteridad esos retratos de dos de los considerados Padres de la Patria en México, forjadores de la nación mexicana que sacrificaron sus vidas en el altar del martirio para que naciera una nueva nación después de zafarse el yugo de la Corona Española, según reza la leyenda.

Mora, español de sangre, contaba apenas con 16 años cuando el Cura Hidalgo diera el grito de Independencia en 1810 en el pueblo de Dolores, Guanajuato. Su familia, asentada en ese mismo estado,  vio derrumbarse su patrimonio y arrebatadas sus tierras por los sublevados.

Hombre educado, fue sacerdote, político e historiador, y tuvo en la obra “México y sus revoluciones” (1836) uno de sus escritos más profundos sobre la realidad mexicana, a la cual veía siempre en su oscuridad y luces.

Más o menos de esa misma época vienen algunos de sus retratos, en los cuales se reflejan los hombres de carne y hueso, con virtudes y defectos, sin esa aureola de divinidad que les atribuye la historia oficial.

Sobre Miguel Hidalgo, Mora decía que “este hombre ni era de talentos profundos para combinar un plan de operaciones, adaptando los medios al fin que se disponía, ni tenía un juicio sólido y recto para pesar los hombres y las cosas, ni un corazón generoso para perdonar los errores y preocupaciones de los que debían auxiliarlo en su empresa o estaban destinados a contrariarla”.

Muy poco deja ver la Historia de Bronce las debilidades de Hidalgo, acostumbrados como estamos desde niños a leer en los libros de texto que es un Padre de la Patria, el cual, por definición, es todo virtud sin defecto alguno.

Agrega Mora: “ligero hasta lo sumo, se abandonó enteramente a las circunstancias, sin extender su vista y sus designios más allá de lo que tenía que hacer al día siguiente; jamás se tomó el trabajo, y acaso ni aun lo reputó necesario, de calcular el resultado de sus operaciones, ni estableció regla ninguna que las sistemase”.

En un balance final, Mora agrega: “los errores, equivocaciones, debilidades y hasta la crueldad misma de Hidalgo, desaparecen de la vista por sus desgracias, y sobre todo del imponderable servicio de haber emprendido una revolución perniciosa, destructora y desordenada, es verdad, pero indispensablemente necesaria en el estado a que habían llegado las cosas y que abría el camino a otra ordenada, benéfica y gloriosa”.

Sobre Morelos, el historiador liberal dice que “era hombre de educación descuidada y en razón de tal carecía de todas las prendas exteriores que pueden recomendar a una persona en la sociedad culta: humillado por el poco concepto que de él se tenía, se expresaba con dificultad; pero sus conceptos, aunque tardíos, eran sólidos y profundos”.

Sin instrucción militar previa, Morelos resultó, sin embargo, un gran estratega militar natural, área en la cual superó al propio Miguel Hidalgo. Como magistrado, agrega Mora, resultó igualmente un hombre extraordinario: sin conocer los principios de la libertad pública, se hallaba dotado de un instinto maravilloso para apreciar sus resultados”.

Finalmente, nos dice Mora que “Morelos fue duro y hasta cruel con los que militaban por la causa española; el supuesto derecho de represalias lo ejercía de la manera menos benigna; las más veces fusilaba, aun sin este motivo, a los principales prisioneros”.

Las huestes insurgentes de Hidalgo protagonizaron dos célebres matanzas de españoles: en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, al vencer a los soldados realistas y desatar la masacre sobre las familias ahí refugiadas y el saqueo en toda la ciudad; y en Guadalajara (la matanza de Oblatos), después de incautadas sus propiedades.

Héroes de la Patria, sí, pero con sangre en sus conciencias. Yo prefiero conocerlos así, ponderar su época, sus fortalezas y debilidades, su “crueldad”, como diría Mora, para comprenderlos, no para sacralizarlos.


José María Morelos y Pavón





  



 

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