domingo, julio 19, 2009

El "Baby Burner"





Por Rogelio Ríos Herrán


Analista de Relaciones Internacionales


La muerte el 6 de Julio de Robert MacNamara , el Secretario de Defensa de Estados Unidos más influyente del siglo 20 –según el New York Times-, nos recordó cómo los hombres en el gobierno de países poderosos están expuestos a caer fatalmente en las trampas de la guerra.


Hombre de muchas facetas, desde directivo de la Ford hasta director del Banco Mundial, no pudo evitar que al final de su vida se le recuerde irremediablemente asociado al involucramiento de su país en la guerra de Vietnam.


Apenas 20 años después de luchar infatigablemente y derrotar a poderosos enemigos como la Alemania nazi y el Imperio del Sol Naciente, cientos de miles de soldados de ese mismo Ejército se debatían en las selvas del sureste asiático peleando una guerra incomprensible en un territorio desconocido.


MacNamara y los hombres del Presidente Kennedy que llevaron a Estados Unidos a involucrarse en Vietnam, no eran precisamente un montón de reaccionarios o ideólogos extremistas, por el contrario, compartían ideas progresistas sobre política y economía del desarrollo que en otros ámbitos públicos pusieron en práctica, por ejemplo, con la Alianza para el Desarrollo de América Latina o en el Banco Mundial.


Incluso The Economist, publicación de orientación conservadora, otorga en su obituario el calificativo de “liberal instintivo” a MacNamara, de quien dice que si no se hubiera metido al servicio público, habría permanecido en Harvard enseñando economía.


Como en la trama de una tragedia griega, sin embargo, la Guerra Fría lo atrapó en su rígido marco ideológico y lo sometió a la doctrina del combate al comunismo a toda costa y en todo lugar, sin reparar en medios y costos.


Que Vietnam fuera el territorio de combate de la contienda nunca declarada entre China y Estados Unidos se debió a la primera de las trampas de guerra: la falacia de pensar que mediante las acciones militares se asegura la paz y se protegen los intereses nacionales de la mejor manera posible, y que la guerra, como expresó el clásico, es la continuación de la política por otros medios.


Al “profesor” MacNamara le reclamó una vez desesperadamente Jackie Kennedy, golpeando con los puños el pecho del Secretario de Defensa, que detuviera la “carnicería” de los bombardeos sobre los vietnamitas. Su propio hijo participó en las protestas contra la guerra de Vietnam en las calles estadounidenses, las mismas en donde lo acusaron de “baby burner”.



Dado el primer paso, el de la luz verde doctrinal para la guerra, las demás trampas llegan por sí solas: no saber cuándo terminará un conflicto, contra quién se pelea realmente, y aplicar en ello dinero y vidas de soldados y civiles –amén de la destrucción material- en una escala vergonzosa.


MacNamara dejó el cargo de Secretario de Defensa en 1968, años antes del fin de un conflicto que se extendería hasta mediados de los 70. Ni lo que hizo después al frente del Banco Mundial ni su trayectoria anterior a la llegada al gabinete de Kennedy lo librarán de ser recordado, precisamente, por los bombardeos en Vietnam.


La Historia puede ser o no justa en sus apreciaciones, pero una cosa sí es segura: es implacable, y una vez que da su veredicto no hay apelación posible.


Las guerras posteriores a la de Vietnam en las que ha participado Estados Unidos le permitieron rectificar algunos de los errores cometidos allá, y reestructurar su milicia para la lucha contra enemigos no convencionales.


La Guerra del Golfo en 1991 y las de Afganistán e Iraq comenzadas en 2003 y aún en curso se pelearon sobre otras bases, en particular, que atemperaran el costo en muertes y heridas de soldados y civiles.


Pero nada de eso ayudó a Estados Unidos a prevenir efectivamente el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, ni a evitar que la lucha contra los carteles de la droga se proyectara a la escala de una guerra casi tan costosa, en todos sentidos, como la de Vietnam.


Tal vez no baste el avance tecnológico militar por sí solo para evitar o aliviar los efectos nocivos de la guerra moderna. Si persisten las causas profundas que la producen, poco podrá hacerse para maquillarlas hasta que parezcan estrellas de cine, pues en última instancia, siempre asomarán su cara terrible.


Demócratas y republicanos por igual parecen seguir atrapados en las trampas de guerra que atormentaron a MacNamara, desde el pensamiento hasta la puesta en práctica. La inercia del poderío de Estados Unidos no los deja pensar de otra manera. Lo mismo sucede con sus adversarios en todo planeta. Al final, sin proponérselo, todos son “baby burners”, guerreros perseguidos por el remordimiento.

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