lunes, enero 15, 2024

‘La figura del mundo’: el padre, el hijo y el libro



Por Rogelio Ríos Herrán 

“Los intelectuales no deberían tener hijos”, le dijo una amiga compañera de asiento a Juan Villoro durante un viaje en avión, y con esa frase abrió el prólogo (titulado “La dificultad de ser hijo”) de un buen libro en cual reflexiona sobre la relación con su padre. 

Villoro reúne en “La figura del mundo. El orden secreto de las cosas” (México: Penguin Ramdom House Grupo Editorial, 2023, 267 pp.) los escritos sobre su padre, el filósofo Luis Villoro, que redactó a lo largo de varios años con la idea de darle forma y contornos a la figura paterna desde su mirada filial. 

De entrada, la edición del libro se nota muy cuidada para que la composición del mismo fluyera como un manuscrito homogéneo, no elaborado por partes en épocas diferentes. Uno lo puede leer tal como se ve una película: la narración fluye, hay “flashbacks”, actores de reparto indispensables para entender al actor principal y comprender sus motivos y pulsiones, historias secundarias, escenas de tensión y de alegría desbordada (“Filósofos en el estadio”, mi capítulo favorito). 

No es broma lo de “la dificultad de ser hijo”. Villoro nos advierte en el prólogo: “un veloz inventario de los hijos de los intelectuales mexicanos nacidos en los años cincuenta y sesenta arroja suicidios, adicciones, desempleo crónico, embarazos no deseados, pedantería extrema y un amplio repertorio de disfunciones”. 

En contra de esos momios, Villoro apostó (y ganó) a volcar en un libro las reflexiones e impresiones de la relación con su padre Luis y, en el camino, descubrir qué tipo de hijo fue para tal padre: “No pretendo erigir una estatua al Gran Hombre ni desacreditarlo por medio de infidencias. Por lo demás, el punto de vista elegido para narrar define más al autor que al protagonista retratado”. 

Al acompañarlo en su tarea, no dudo en hablar por muchos lectores cuando afirmo que ese descubrimiento interior del hijo que intenta definir a su padre es una experiencia compartida por quienes tuvimos en el padre a una “figura del mundo”.  

Juan Villoro escribió este libro para su padre, pero en buena medida para sí mismo: es el hijo al que su papá sigue formando. 

En lo personal, mi conocimiento sobre los Villoro empezó con Luis, el filósofo, mucho antes de Juan, el escritor. Me explico. Corrían los años noventa, el levantamiento zapatista había estallado al arranque de 1994 y todos buscábamos claves y lecturas para descifrar el acertijo indígena.  

Yo era un profesor treintañero en el área de estudios internacionales de la Universidad de Monterrey (UDEM) y trataba de explicar a los alumnos qué estaba pasando en Chiapas, quiénes eran los zapatistas y el porqué de su lucha armada.  

Un colega profesor me compartió el artículo iluminador que Luis Villoro había escrito en una revista de la UNAM sobre el levantamiento armado zapatista, sus raíces y el significado de su rebelión. Al contrastarlo con el punto de vista de Octavio Paz, por ejemplo, pude empezar a ver la luz dentro de ese complejo problema: los zapatistas como expresión genuina de rebeldía ante la sumisión histórica (Luis Villoro); el Subcomandante Marcos y su tropa como una lucha más contra la modernidad, un intento de aislar a los zapatistas de los males contemporáneos (Octavio Paz). 

Varios años después, como editor de opinión en Grupo Reforma, seguí con lealtad las columnas de Juan Villoro, pero siempre como a la sombra de su padre, es decir, veía las diferencias entre la formalidad académica del padre y la soltura periodística del hijo; en la primera novela que leí de Juan (“La tierra de la gran promesa”) reforcé mi lealtad como lector y me quedó en claro que él no iba a la sombra del padre, sino por su propio camino como gran autor contemporáneo. 

Menciono todo lo anterior porque desde esa época intuía que entre el padre prestigiado y el “hijo del intelectual” hubo una relación complicada, como lo puede llegar a ser cualquier relación entre padre e hijo (incluyendo mi caso personal).  

Con “La gran figura” mi presentimiento se cumplió, pero de tal forma que la solución que dio Juan a explorar y exponer la “relación complicada” con su padre sirve de inspiración a quien la lee y rememora cómo en su propia vida el padre –siempre querido y recordado- necesita ser observado a la distancia, criticado y elogiado, pero nunca olvidado. 

“Mi padre fue contradictorio, como todos los que no son santos, y esas contradicciones valieron la pena de ser vividas”, escribe Villoro. 

Claro que merecen ser vividas, Juan. Gracias por compartir ese sentimiento en tu libro. 

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