Por ROGELIO RÍOS HERRÁN
Para celebrar en el 9 de diciembre una jornada más del
Día Internacional contra la Corrupción de las Naciones Unidas (ver www.un.org) y no dejar que el tema resbale de la
memoria en favor de otras cuestiones noticiosas del día, se me ocurre hablar
sobre lo que los escritores y analistas proclives a los términos románticos llamaban en otras épocas la “corrupción del espíritu”.
No es la vulgar dádiva o “mordida” en la ventanilla
del burócrata para agilizar un trámite. No es tampoco la primitiva bolsa de
dinero en efectivo al funcionario o político en campaña que se cobrará después pidiendo
algunos favores.
Nada de eso, sino algo más profundo: la gradual
degeneración de los impulsos y afanes democráticos e igualitarios que son el
motor de entrada para muchos hombres bien intencionados a la política, pero que
inevitablemente acaban torciendo el rumbo.
¿Qué hace el poder con los hombres y mujeres cuando
los transforma por completo en aquello que juraban que nunca serían? ¿Por qué
terminan los políticos convirtiéndose en lo que ellos criticaban, aquello que los
impulsó a dedicarse a la vida pública para mejorar las cosas?
¿Por qué nada puede detener la corrupción del
espíritu, la transfiguración de conciencias libertarias en caricaturas del
autoritarismo? ¿Cuándo empezaron los gobernantes a creer que el fin siempre justifica los
medios y a degenerar -no a evolucionar- hasta caer en la figura del político
que todos conocemos: progresista y democrático en el discurso, pero intolerante,
ambicioso y autoritario en la práctica?
Esa corrupción de ideales nos daña a todos. No se
limita a las personas en el poder, sino que se extiende a los ciudadanos que
son gobernados e influidos por los corruptos de espíritu y se mete a sus vidas
privadas y públicas de tal manera que se torna imposible quitárselos de encima.
Se daña a la democracia en su conjunto cuando la
corrupción en todas sus formas se vuelve parte de la vida institucional y
cotidiana de los ciudadanos.
No es una vida pública normal la que se sostiene en la
doble condición de los políticos y gobernantes: dicen una cosa, pero piensan y
obran de otra manera, usualmente la contraria a sus “ideales” democráticos e
igualitarios que manejan en la oratoria. Total, según ellos, si sus intenciones
son buenas no importa qué métodos usen para alcanzarlas, como si hubiera
corruptos “buenos” y corruptos “malos”.
“La corrupción engendra más corrupción y fomenta una cultura
destructiva de impunidad”, afirma Antonio Guterres, Secretario General de la
ONU.
En el prólogo a la Convención de las Naciones Unidas contra
la Corrupción (2004), expresó por su parte Koffi Annan (entonces Secretario General
de Naciones Unidas) que la Convención “advertirá a los corruptos que no vamos a
seguir tolerando que se traicione la confianza de la opinión pública. Y
reiterará la importancia de valores fundamentales como la honestidad, el
respeto del estado de derecho, la obligación de rendir cuentas y la
transparencia para fomentar el desarrollo y hacer que nuestro mundo sea un
lugar mejor para todos”.
Annan reconoce en el prólogo citado que fue en Monterrey,
México, sede de la Conferencia Internacional para la Financiación del
Desarrollo (2002), donde se dio uno de los primeros pasos en torno a la
determinación de las naciones por combatir la corrupción:
“Una de nuestras prioridades es la lucha contra la
corrupción en todos los niveles. La corrupción es un grave obstáculo que
entorpece la movilización y asignación eficientes de recursos que deberían
destinarse a actividades indispensables para erradicar la pobreza y promover un
desarrollo económico sostenible” (ver Proyecto de documento final de la
Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, Monterrey,
México, 2002).
Lo que se dijo en el año 2002 en mi ciudad sobre la
corrupción, como parte de lo que entonces se denominó el “Consenso de Monterrey”,
lo retomo en el 2018 para elevar la voz contra la nociva “normalidad” de la
corrupción en nuestra vida pública, en particular aquella que carcome el espíritu
de nuestros representantes y gobernantes.
La frustración de los mexicanos con sus gobernantes no
se termina simplemente con un cambio de gobierno ni con la renovación de las
promesas de desarrollo, prosperidad y alivio a las necesidades del pueblo.
Eso lo hemos escuchado -una y otra vez- a lo largo de varias décadas por
proponentes de todo el espectro político.
Aun si se alcanzaran algunas de las metas propuestas
por el nuevo Gobierno nacional en México encabezado por Andrés Manuel López
Obrador y MORENA, pero a través de métodos no democráticos o desdeñosos de la
legalidad de los actos de gobierno, el resultado sería negativo: se pueden cumplir
quizá metas materiales, pero la corrupción de la democracia, su degeneración en
instrumento de poder de un grupo político dominante, no habría cambiado ni un
milímetro. La transformación quedaría incompleta.
El sociólogo Rodolfo Stavenhagen hacía notar agudamente
en uno de sus escritos de los años 70 sobre las organizaciones políticas en
México que “el diálogo que supuestamente mantienen entre sí el gobierno y las
organizaciones y grupos de intereses recuerda mucho el que mantienen los ventrílocuos
con los muñecos sentados en sus rodillas”.
Muy triste sería el futuro de la nación mexicana si no
avanzamos desde la sociedad en la lucha contra la corrupción. Son igual de
dañinas la inmediata, la “mordida” en la ventanilla, como la de fondo, la doble
ética de los gobernantes (democrática en lo público, autoritaria en lo
privado).
Me simpatizan mucho los muñecos de ventrílocuos, son
ingeniosos y mordaces, pero no quiero ser uno de ellos en el foro público, a ese
extremo nos lleva la corrupción del espíritu. Por eso ya no atiendo a lo que me
dicen los políticos, sino a lo que hacen en la práctica: hechos son amores, no
palabras.
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