Por Rogelio Ríos Herrán
Por supuesto que era yo un niño en el 68, un chamaco
de apenas ocho años, pero tuve la primera impresión física de lo que había
sucedido el 2 de octubre en Tlatelolco cuando, unas semanas después de la
masacre, mi padre nos llevó a mí y a mis hermanos a la Plaza de las Tres
Culturas, creo que por un trámite del pasaporte que en ese entonces requería
una foto familiar.
No puedo olvidar los agujeros de las balas que aún se
veían en algunos edificios, la sensación de estar en un lugar sacramentado,
como en una iglesia, en donde hasta el aire se respiraba distinto. Era como atravesar
a otro mundo, como descubrir algo que casi nadie más conocía.
No había internet ni redes sociales en 1968. Lo que se
sabía del 2 de octubre en el puerto de Veracruz, en donde vivíamos, era muy
poco por los periódicos -en casa se leía El Dictamen- y mucho por los rumores y
chismes que cada vecino contaba.
Mi hermano mayor y sus amigos, mis primos mayores que
ya estudiaban en la Unam y el Poli, fueron quienes pudieron platicarnos algo al
respecto cuando nos visitaban en el Puerto.
Todo lo de Tlatelolco, sin embargo, nos envolvió como
con su manto. Las referencias políticas, las marcas en las vidas de quienes
estuvieron esa tarde trágica en la Plaza, el antes y después que marcó el
suceso. Yo creo que desde ahí me ubiqué firmemente en la oposición a lo
establecido, en desafiar los prejuicios, en el rechazo al abuso de poder, a la
moral rígida y absurda de las generaciones que nos precedían, a las siniestras
figuras de policías y agentes judiciales, era inevitable.
Me ubiqué firmemente en una trinchera que se construía
entonces a manos de la generación del 68. Nos arrastraron a los más jóvenes
hacia su causa, sus actitudes. Nos dijeron que pensar con libertad, con
creatividad y con audacia era la manera de derrumbar un sistema obsoleto y
corrupto hasta la médula de los huesos.
Nos enseñaron con su valentía que había que cruzar los
límites para extender nuestras propias fronteras, marcarlas a nuestra medida y
desechar lo viejo y caduco. Nos mostraron cómo ser alivianados, libres de
cadenas del espíritu y de la moral añeja, cómo encontrar nuevas formas de amor,
cómo vivir en la tolerancia.
Vimos en ellos también que la armonía no era perfecta,
que había traiciones, deslealtades, enconos y grandes divisiones en su causa,
que unos jalaban más que otros o tiraban hacia otra parte. Es decir, mostraron
sus luces y no ocultaron sus sombras.
No pude pagarles mi tributo personal sino hasta 1978,
cuando siendo yo estudiante de licenciatura en Relaciones Internacionales en la
Ciudad de México, participé en la marcha del 2 de octubre de ese año, la del
décimo aniversario del 68. Ahí, con mis compañeros del Colegio de México
agrupados en un pequeño contingente (entre unos grupos de la Ibero y la
Anáhuac) y con una manta que cargábamos por turnos, con los libros bajo el
brazo porque veníamos de clases, recorrimos la ruta que ellos siguieron 10 años antes por
Reforma y llegamos, entre un cerco cerrado de granaderos mal encarados de
varias cuadras, hasta Tlatelolco.
Han pasado 40 años de eso y aún recuerdo la viva emoción
que sentí al marchar, al tomar las calles, al presentar mis respetos de esa
manera a la generación del 68, la de los caídos en la lucha de su tiempo. Era algo
genuino, espontáneo incluso entre quienes militaban en partidos, todos los chavitos
del Colmex estábamos presentes con la plena convicción personal de estar
haciendo algo por la memoria de los muertos y desaparecidos del 2 de octubre.
¿Ingenuidad, me dirán? ¿Candidez de estudiante que ve
la utopía como algo realizable nada más por salir a marchar a las calles? Puede
ser, pero sé que lo que hicimos, no solamente marchando ese 2 de octubre sino
de muchas otras maneras y con nuestros ejemplos de vida, y nuestra toma de
conciencia -de vida y política- fueron un tributo válido a quienes nos precedieron
y, quién sabe, un legado a quienes nos seguirán.
Yo no le quito ni una coma ni un punto a esa
ingenuidad y candidez de estudiante. Ha sido mi mejor forma de ser, el estado
de pureza a partir del cual la vida me ha ido puliendo los extremos, afinando
los contornos, cortando aquí y allá según sus exigencias para ayudarme a pasar
el examen de la madurez. Lo he pasado, creo yo, y me he graduado, no sin
algunos apuros. Pero algunas tardes, al tomar un café en solitario y ver pasar
a los estudiantes a sus clases, al oírlos charlar y discutir, opinar y
arrebatarse la palabra, me reconozco en alguno de ellos y vuelvo a ser lo que
fui: alegre, despreocupado, vital y plenamente consciente de que pensar es una
forma de ser libre, quizá la única forma de ser libre. Tan joven que la
conciencia no me cabía en el cuerpo, me desbordaba, me hacía abrazar el mundo
entero.
No estaré en la marcha del 50 aniversario, no puedo ir
a la Ciudad de México y ya no puedo caminar distancias largas, mucho menos andar
en una manifestación. No importa: alguien lo hará por mí, otro muchacho loco y
melenudo de 18 años que grite con fuerza, viva con libertad de conciencia y se
consuma totalmente en el fuego de la juventud. Ahí nos vemos.
rogelio.rios60@gmail.com
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