Por
Rogelio Ríos Herrán
La
intolerancia ante los migrantes y contra la libertad de culto no conoce
fronteras porque es parte de una manera de ver la vida y a la sociedad que
identifica universalmente a una forma de ser humano: la de rechazar la
humanidad de los demás.
Sólo
viendo a los demás, a los diferentes, a los extranjeros, a quienes practican
otra religión, no como personas, sino poco menos que como animales se puede
llegar a comprender cómo piensan los que odian a todo aquel que no sea como
ellos mismos.
¿Cómo
odian los que odian? Separando, por ejemplo, a los hijos de inmigrantes de los
brazos de sus padres en Estados Unidos. O clausurando varias mezquitas en
perjuicio de los seguidores de la fe islámica en Austria.
Si
les preguntamos a los intolerantes por qué lo hacen nos contestarán que es para
cumplir con la ley, por razones de seguridad nacional, por preservar la
soberanía nacional, etcétera, pero nunca dirán abiertamente que es por odio.
Sí,
el mismo sentimiento de odio que los carcome en privado, pero al que siempre
niegan en público.
El
mismo odio que no está inscrito en sus Constituciones y leyes como ideal
explícito de vida, pero que sí lo está en sus corazones.
Cerramos
las mezquitas, dicen los intolerantes austriacos, porque son semillero de
adoctrinamiento de extremistas islámicos.
Separamos
a los niños de sus padres migrantes, dicen los intolerantes en Estados Unidos,
porque a sus padres los consideramos criminales y a los niños una amenaza
a nuestra forma de vida. No importa que reviertan la acción con una orden
presidencial: el daño está hecho.
Las
leyes, en texto y en espíritu, son letra muerta para los intolerantes. Los
valores cívicos que son la esencia de los gobiernos republicanos y de las
democracias, yacen hechos pedazos bajo el peso de las palabras de odio que como
fuego arrojan por sus bocas.
Sus
rituales religiosos, sus sermones dominicales, su apego a Dios es una máscara
que al ser exhibidos públicamente -como con los niños y las mezquitas- les pesa
tanto llevar.
Amar
a Dios. Negar a Dios. Los intolerantes no tienen problema alguno con eso.
Cierran sus biblias y proceden como si nada, como quien pone la servilleta
sobre la mesa al terminar un banquete, a separar a los niños de sus padres y a
cerrar los recintos de la fe islámica.
De
noche, de regreso en casa, tranquilamente instalados y con la conciencia serena
como un mar en calma dirán para sí mismos: "deber cumplido".
Al
verlos así, la primera tentación es la de regresarles ojo por ojo, odio por
odio, insultarlos como nos insultan, lastimarlos donde más les duela.
Si
así lo hiciéramos, sin embargo, nos convertiríamos en uno de ellos, acabaríamos
pensando y actuando como ellos lo hacen.
No,
no es ése el camino. Hay otro sendero más largo y penoso, pero que nos haría
llegar más allá de la venganza: nos llevaría a la reivindicación.
A
reivindicar nuestras creencias democráticas con nuestros actos de vida: vivir
como pensamos, pensar como vivimos.
A
reivindicar nuestras creencias religiosas más profundas: vivir como creemos,
creer como vivimos.
A
tener una sola cara. Una sola palabra cierta y sincera. Una sola humanidad.
Me
refiero al sendero de la legalidad, a la ruta de las instituciones y régimen
político con las que se puede contener sin violencia el poder que ahora
detentan los intolerantes y llevarlos a donde hagan el menor daño posible a la
sociedad.
Hablo
de luchar en la arena pública con nuestras mejores armas: los argumentos
sólidos, el razonamiento impecable, la dignidad del ciudadano, la educación, la
mente abierta y la tolerancia que sustente a la democracia.
¡Qué
camino tan largo! Sin duda que lo es. Muy largo, pero más seguro que cualquier
atajo que la simple venganza nos dicte.
En
eso creo firmemente. No lo niego, me envuelve como una llama la indignación por
los niños y las mezquitas, mis puños se crispan.
Al
final, sin embargo, sé que las batallas se pelean una por una, que no buscamos
como ciudadanos democráticos del mundo una victoria pírrica, sino un triunfo
pleno y que esta lucha nunca terminará sino hasta el final de los tiempos: lo
importante es no dejar de pelearla. Por los niños y las mezquitas ahora; por
nosotros mismos después.
rogelio.rios60@gmail.com
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