Por ROGELIO RÍOS HERRÁN
Se quedaron tan marcadas en mi mente las continuas imágenes de
los migrantes de la guerra de Siria, de quienes vienen de Afganistán, Iraq y de
quienes lo hacen desde África, sobre todo en su cruce mortal por el mar
Mediterráneo, que me resulta imposible reflexionar sobre el 2017 sin pensar que
ha sido un año que nos reveló en toda su crudeza lo hondo y trágico de ese
fenómeno.
Uno no puede levantarse en las mañanas, tomar una ducha
caliente, preparar el café y estar al pendiente de llevar a las hijas a la
escuela, para después regresar a casa a desayunar sabroso antes de empezar la
jornada laboral, sin tener presente a los cientos de miles de migrantes
hacinados en campos de refugiados o muertos en las aguas furiosas que los
ahogan al hundir sus frágiles embarcaciones.
Es como si sus gritos se escucharan en la cocina de la casa,
como si su sufrimiento se pudiera ver desde las ventanas y al abrir la puerta
estuvieran ahí. No están lejos en otra parte del mundo, ellos viven ya en
nuestras conciencias.
Igual percibo desde hace años a los cientos de miles de
migrantes centroamericanos que cruzan México rumbo a los Estados Unidos. Y,
desde hace muchas décadas, a los mexicanos que deciden emigrar al vecino del
norte para buscar mejor fortuna y que se arriesgan a emprender un viaje
peligroso e incierto solamente para encontrar principalmente discriminación y
rechazo en tierras estadounidenses.
Quiero plantear la presencia de los migrantes como algo que
forma parte de mi vida personal porque cuando se recurre a las cifras de los
flujos de migrantes se le da una magnitud numérica al fenómeno, es verdad, pero
se pierde el toque personal, el calor humano que nos debe unir a ellos.
El 18 de diciembre pasado se conmemoró el Día Internacional del
Migrante establecido por la Organización de Naciones Unidas. Según cifras
disponibles para 2015, se estimó un total de 243.7 millones de migrantes
internacionales, un 3.3% de la población mundial.
México ocupa el segundo lugar mundial entre los países
expulsores de migrantes con un total de 12.3 millones, contra la India en
primer lugar (15.6 millones) y Rusia en tercer puesto con 10.6 millones.
Hay unos 12 millones de mexicanos residiendo en Estados Unidos,
de los cuales 5.9 millones están sin documentos. Entre todos enviaron 23 mil
908 millones de dólares de remesas a México entre enero y octubre del año que
termina. En este mismo lapso del 2017, hubo un total de 135 mil mexicanos
deportados a su país (todas las cifras provenientes de la ONU, ver www.gob.mx/conapo).
Falta en esas cifras el toque humano: la separación brutal de
las familias de indocumentados por los agentes de inmigración en Estados
Unidos; el tráfico criminal de migrantes a través de embarcaciones vulnerables
en el Mediterráneo; las trabas en varios países europeos (Hungría,
por ejemplo) al paso de los migrantes, en fin, el desdén hacia quien peregrina
lejos de su tierra en busca de una vida mejor.
Nada de eso nos dicen las cifras: vivir en campamentos
degradantes, pelear por comida y medicinas, cuidar desesperadamente a los hijos
al cruzar el mar, vaya, no disponer siquiera de agua caliente para una ducha
que alivie las fatigosas jornadas.
Definitivamente, este 2017 no fue un año bueno para los
migrantes, como muchos años anteriores y, me temo, como muchos años por venir.
Les debemos a ellos, nos debemos a nosotros, por lo menos un poco de
solidaridad y compasión para su sufrimiento, ¿cuándo llegará una solución
integral a este fenómeno?
rogelio.rios60@gmail.com
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