miércoles, abril 24, 2024

Una visita a CDMX


Por Rogelio Ríos Herrán 

Todo estaba planeado para pasar Paty y yo un domingo perfecto el 21 de abril en una visita de pisa y corre, de viaja y regresa el mismo día a la CDMX desde Monterrey. Los vuelos a punto, la comida planeada con los amigos de la época universitaria, un pronóstico de clima ideal y la posibilidad de estar un día completo en la querida “capirucha”. ¿Qué podría salir mal? 

En el vuelo tempranero (¡siete de la mañana en domingo!) no hubo complicaciones. Poco después de las ocho de la mañana, el avión nos depositó en el aeropuerto bajo la luz de una mañana esplendorosa y con buen apetito anticipado por la expectativa de la primera parada: una visita a El Cardenal, en la colonia Nápoles, para empezar con el pie derecho y aguantar hasta la hora de la comida. 

Un omelette de huauzontle para mí y otro de rajas con queso, para Paty tamalitos y frijolitos negros. Jugo de naranja natural y abundante café negro y fuerte, nos devolvió el alma al cuerpo. La espera para recibir mesa valió la pena y, mientras tanto, pudimos apreciar la zona alrededor del imponente edificio del World Trade Center, que antes se conocía como el Hotel de México, y el perfil y la amabilidad de la gente y sus mascotas que cuida y defiende su colonia como un lugar de buena convivencia. 

Con la panza llena y el corazón contento, decidimos después de desayunar ir a caminar por las calles de la recordada Nápoles, una colonia en donde había vivido con mi familia a principios de los años setenta, hace un buen rato. Las calles Dakota, Filadelfia, Georgia y un tramo de la avenida Insurgentes me hicieron recordar épocas de adolescencia y travesuras. 

El objetivo final era visitar el edificio en donde había vivido con mi familia en 1972-1974, a media cuadra de la Plaza de Toros México, un parque cruzando la calle en el que jugábamos, y las tienditas y comercios que formaban parte de ese paisaje.  

Ahí estaba el viejo edificio con la misma apariencia de siempre enmarcada en azulejos rojos: Augusto Rodin 102, departamento 28. No pudimos entrar al edificio ni asomarnos al departamento, pero Paty me tomó las fotos del recuerdo, incluyendo la vista al parque situado enfrente del edificio y que considerábamos celosamente nuestro territorio deportivo: cascaritas de futbol, Series Mundiales de beisbol como la de los Atléticos de Oakland en 1972, y todo lo que se nos ocurriera hacer. 

Lleno de recuerdos y nostalgia, esa visita me hizo olvidar las diez o quince cuadras que caminamos desde el World Trade Center a la Plaza de Toros bajo un sol que empezaba a calar. No podía detenerme más en mis recuerdos (me hubiera quedado todo el día en la placita viendo hacia el edificio) porque ya era hora de acudir a la comida con los compañeros de aulas universitarias, en un lugar situado un poco más al sur, en el cruce de Avenida Universidad y Avenida Miguel Ángel de Quevedo (Plaza Oasis). 

Qué les puedo platicar de la experiencia de reunirse y platicar con los viejos amigos del Colmex: Con ellos formamos un grupo (Carbono 14, otro día les contaré la historia de ese nombre) para vernos con frecuencia, incluyendo a esposas y parejas, porque, como decimos a nuestra edad: uno nunca sabe lo que pueda pasar.  

Lo mejor de conversar con los amigos es comprobar que la amistad es un manantial inagotable de recuerdos, intercambio de opiniones, bromas, anécdotas que se cuentan una y otra vez pero que siempre saben distinto, suenan diferente y no nos agotan jamás. Así se pasó la tarde, algunos de ellos se retiraron y al final nos quedamos un poco más, alrededor de un café en Starbucks, con Jorge (gran conversador) que se regresaría más tarde a Puebla. 

Con el cansancio a cuestas por haber dormido poco la noche anterior y la desmañanada para tomar el avión y el trajinar del día, decidimos Paty y yo que era buena hora para irnos al aeropuerto con anticipación y sin apuros. Al final de la tarde el cielo estaba nublado y algunos automóviles que pasaban con gotas de lluvia en el techo anunciaban que el aguacero era inminente. Una razón más para irnos de una vez al aeropuerto. 

Ya con el “check in” listo, después de pasar los filtros y revisiones de seguridad, nos instalamos en la Sala B a observar las pantallas con la información de salidas de vuelos: “A tiempo”, marcaba el vuelo 244 de Volaris a Monterrey, ¡perfecto! Era nada más cuestión de esperar el abordaje de la nave y partir ansiosos por regresar a casa. 

A partir de ahí todo se complicó. La pantalla marcaba una cosa, pero la realidad era otra. Al acercarse la hora de abordar, pero en ausencia de una puerta designada para hacerlo, nos dimos cuenta de que algo andaba mal. Cuando pedimos informes directamente en el mostrador de la aerolínea nos dijeron que el vuelo venía retrasado de Chihuahua y que eso ocasionaría un retraso en la salida a Monterrey. ¿Qué se podía hacer al respecto? Esperar, esperar y esperar. 

Dos horas y media después de la hora programada, empezamos a abordar el vuelo. Con el humor negro, entre las caras de fastidio y sueño de los pasajeros, debido al retraso y la llegada a Monterrey nos dieron las 2:30 de la mañana. Nuestras hijas estaban en casa dormidas, les hablamos para que vinieran por nosotros, pero a esa hora era peligroso para ellas andar en la calle y las regresamos; el taxi del aeropuerto andaba en más de 700 pesos y, al final, la solución fue un Uber que nos cobró 400 pesos por llevarnos a casa. 

La noche era nublada y lluviosa, hablamos poco en el camino hasta que el conductor agarró la conversación y no la soltó. Ya en el hogar, en la cocina, alcanzamos a probar un pedazo de pastel de cumpleaños que nuestra hija Renata había dejado sobre la mesa, echamos llave en la puerta ¡y a dormir! porque eran pasadas las 3 de la mañana y llevábamos casi 24 horas sin parar entre el viaje y la visita a la CDMX.  

Al escribir esto al día, siguiente, más descansado y con café al lado de la computadora, dejo de lado el inconveniente final que pudo haber echado a perder todo el viaje si le daba más importancia de la que merece. La verdad es que ver a los amigos y visitar de nuevo la Ciudad de México es para mí un nexo con ellos y con la ciudad que significó tanto en mi vida estudiantil y lo sigue haciendo de otras maneras. 

Por cierto, Paty y yo ya estamos planeando el próximo viaje. Luego les platico.  

No hay comentarios.:

AMLO: la fatiga del poder

  Por Rogelio Ríos Herrán  Al poco tiempo de empezar las conferencias matutinas (“las mañaneras”) en el arranque del gobierno de López Obra...