domingo, junio 05, 2022

Reencuentros


Por Rogelio Ríos Herrán



Cuando estoy a punto de perder (otra vez) la fe en la humanidad, cuando guerras y cambios climáticos, aguas escasas y crímenes abundantes, se confabulan para apachurrar el ánimo, me salvan los reencuentros: las reuniones presenciales con amigos queridos y de años que nos hacen sentir lo que se conoce como la “alegría de vivir”. 


Viví este fin de semana dos encuentros con amigos de hace 40 o más años, un grupo de ellos de la época universitaria que pasé en la CDMX y, el otro, de la gloriosa Secundaria Torres Bodet en Monterrey. Escribo estas líneas en un domingo en la tarde sobre esas gratas experiencias y se atropellan tantas cosas buenas que quisiera comentar que no sé por dónde comenzar.


¿Hablaré del gusto de tener enfrente a los mismos cuates de las escapadas universitarias? Tienen menos pelo y más panza, pero se ríen igual y me hacen rebotar a carcajadas con las anécdotas, como si el tiempo no hubiera transcurrido durante décadas.


¿O mejor les cuento sobre cómo, inadvertidamente, la conversación deriva hacia achaques, remedios y recetas para tal o cual dolencia, para tal o cual enfermedad del tiempo, como me gusta considerarlas: el desgaste del motor por tanto kilometraje recorrido?


Puedo hablarles de cualquiera de esas cosas maravillosas que platicamos, pero entre los amigos de la Secundaria (Generación 1975 de la Torres Bodet) como entre los de la universidad (El Colegio de México, 1981) hay un mismo hilo vital: somos criaturas del encuentro físico, del apretón de manos, los abrazos a palmadas y los ojos llorosos de la emoción, incluso entre los bigotones más machines.


Sí, en verdad necesitamos la experiencia de la cercanía que ninguna plataforma digital puede proporcionar. Tenemos una necesidad de escuchar la voz, observar los gestos, calibrar las palabras según el matiz con que se pronuncian. 


Un abrazo fuerte borra los malos humores y las discordias que inevitablemente surgen entre los amigos. Todo lo malo se olvida, queda sólo lo bueno, la pura carnita de la amistad.


No sé si volveremos algún día a un encierro forzado como el que provocó la pandemia de coronavirus, espero que eso no suceda. Si cayéramos de nuevo en el aislamiento, sin embargo, guardaré los momentos vividos este fin de semana con amigos y amigas tan queridos como antídoto contra las durezas de la vida; su sola evocación me ayudará a superar la adversidad.


Efraín Huerta, el poeta guanajuatense que me deslumbró en mi juventud, escribió respecto a la amistad que se construye en la juventud y perdura a través de los años, los siguientes versos:


“Había un mundo para caerse muerto y sin tener con qué,

había una soledad en cada esquina, en cada beso:

teníamos un secreto y la juventud nos parecía algo

dulcemente ruin;

callábamos o cantábamos himnos de miseria.

Teníamos, pues, la negra plata de los veinte años.

Nos dividíamos en ebrios y sobrios, 

inteligentes e idiotas, ebrios e inteligentes, 

sobrios e idiotas.

Nos juntaba una luz, algo semejante a la comunión, y

una pobreza que nuestros padres no inventaron

nos crecía tan alta como una torre de blasfemias.

Las piedras nos calaban. No nos calentaba el sol.

Una espiga nos parecía un templo

y en un poema cabía el universo del amor.

Todo brillaba entonces como el alma del alba.

¡Oh, juventud, espada de dos filos,

juventud medianoche, juventud mediodía, 

ardida juventud de especie diamantina!”


Sí, les digo, ¡es bueno darse un abrazo con los amigos! No dejen de hacerlo cuando puedan..



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