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Por Rogelio Ríos
Herrán
En estos momentos
se discute en el Congreso federal el proyecto de reformas a las
telecomunicaciones mexicanas que ha creado grandes expectativas en la opinión
pública respecto a que, al fin, serán metidas en cintura y puestas de nuevo
bajo la rectoría del Estado las grandes empresas de comunicaciones que todos
conocemos y que han incurrido en prácticas monopólicas que todos hemos padecido.
Una reforma
laboral, al final del anterior sexenio, y otra educativa, al arranque del
actual del Presidente Peña Nieto, fueron deliberadas y aprobadas por las cámaras
legislativas con el beneplácito de la sociedad porque ¿quién en su sano juicio
puede oponerse a la modernización de México vía las reformas?
Nadie, por
supuesto. Pero de ese deseo común de todos los mexicanos por destrabar los
nudos que nos impiden avanzar por el camino del desarrollo vía las reformas, a
la aprobación del Legislativo y a su implementación concreta, hay un largo
trecho por recorrer.
Se entiende que en
el ánimo del nuevo Gobierno hay un prurito por borrar la huella del anterior y
establecer su marca propia, eso es natural y hasta encomiable en todo nuevo
grupo gobernante que quiere gobernar de manera distinta a sus antecesores.
Qué bueno que hay
ese impulso de cambio, de transformación. Además, qué bien que se sacuda la
parsimonia legislativa con iniciativas de ley y reformas a las existentes que
de veras prometen ir al fondo de las cosas, que buscan soluciones estructurales
a los problemas nacionales que nos ahogan, como en el caso de las
telecomunicaciones.
Pero de ahí a
considerar que el reformismo, por sí sólo, impulsará el cambio en México, es
otra cosa completamente diferente. Es como seguir apegados a la noción
tradicional, muy mexicana, de que cambiando la ley se cambia la realidad, que
la letra de una ley es sagrada y que su mera existencia en un documento es
suficiente para que influya y modifique a la realidad.
No solamente hay grandes
intereses creados en todas y cada una de las áreas de la economía y la política
mexicanas que se resistirán al cambio, también hay un grave problema, digamos,
de inercia y “tradición”: un aparato de gobierno impermeable a los cambios, una
burocracia que difícilmente –incluso bajo coerción- variará su rumbo, y una
cultura política en la que todavía predominan valores absolutamente
antidemocráticos: autoritarismo, clientelismo, corrupción simple y llana, “transas”
al por mayor, que no se va a acabar de la noche a la mañana como por arte de
magia de una reforma.
Si bien las
discusiones en el Congreso y el Senado llaman poderosamente la atención
mediática y alimentan la ansiedad de la opinión pública sobre el advenimiento
del cambio tan anhelado, será en otro terreno en donde se decidirá el destino
de cada una de las relumbrantes reformas que se van aprobando una tras otra en
una marcha implacable de la Historia, así con mayúscula, y que nos dan la
sensación de vivir un gran momento histórico; será en el terreno, reiteramos,
de la realidad mexicana en donde se pondrán a prueba realmente la voluntad y la
capacidad de cambio del nuevo Gobierno de Peña Nieto.
Ahí, en ese suelo
de lo real y concreto -en donde todo finalmente se estrella o se renueva- se
dará o no el gran cambio de México. Ojalá que éste sí sea nuestro momento
histórico, uno que recordemos en el futuro como de grandes logros, pero no
echemos desde ahorita las campanas al vuelo: falta mucho por hacer desde la
base de la pirámide.
rogelio.rios60@gmail.com
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