domingo, octubre 30, 2022

¿Por qué México impulsa el nacionalismo? La herencia doctrinaria

 



Por Rogelio Ríos Herrán 


(Este texto forma parte del contenido de la Cátedra Genaro Estrada de Relaciones Internacionales del Colegio de Sinaloa, impartida por un servidor en octubre y noviembre del 2022).


Uno de los recuerdos de mi niñez que conservo con nitidez, a pesar de los años transcurridos, es el de las películas de Joaquín Pardavé, maravilloso actor de la “Época de Oro” del cine mexicano. Su gracia natural, impecable dicción y la naturalidad de sus movimientos en escena, además de su talento como compositor, me movieron a ver sus películas, no dudo haber visto todas ellas, en verdad perdí la cuenta. Una de ellas en particular, “México de mis Recuerdos” (1943, dirigida por Juan Bustillo Oro) se quedó en mi memoria y se aparece en ella para recordarme que la nostalgia es un poderoso motivo de la voluntad, especialmente de la voluntad política. 


Por nostalgia se destruye lo nuevo para volver a lo de antes, a lo idealizado como un Edén perdido que debe rescatarse. Por nostalgia, los políticos de visiones mesiánicas y conductas populistas siembran en las multitudes el romanticismo de un tiempo perdido por la maldad de quienes cambiaron de visión en busca de un futuro mejor en el mundo contemporáneo. Por nostalgia se alimenta el nacionalismo en su versión enfermiza y obstinadamente temerosa del mundo externo, de lo que hay y de lo que viene de más allá de nuestras fronteras, la hostilidad hacia lo externo en lugar de la empatía.


Esa nostalgia extrema, la del nacionalismo a ultranza, se construyó a lo largo del siglo 19 y durante la Revolución Mexicana. En las etapas posteriores al movimiento revolucionario, se sintetizó en la forma de formulaciones doctrinarias en torno a la defensa de la soberanía nacional, las cuales en su momento tuvieron una sólida justificación en la historia reciente de la nación mexicana y, sobre todo, ante la fuerza de las intervenciones de Estados Unidos en nuestro país.


Las denominadas Doctrina Carranza (dar a los extranjeros el mismo trato que a los nacionales) y Doctrina Estrada (rechazo a la práctica del reconocimiento de gobiernos) son ejemplos de ello: formulaciones legales impecables sustentadas en el principio de la igualdad de los estados, en aquellas épocas en que el derecho internacional público y la Liga de las Naciones (organización predecesora de la ONU) estaban relegados ante el peso de las políticas de poder de las potencias.


Doctrina Carranza (1918):

“Nacionales y extranjeros deben ser iguales ante la soberanía del Estado en que se encuentran; de consiguiente, ningún individuo debe pretender una situación mejor que la de los ciudadanos del país donde va a establecerse y no hacer de su calidad de extranjero un título de protección y privilegio”.

“Todas las naciones son iguales ante el Derecho. En consecuencia deben respetar mutua y escrupulosamente sus instituciones, sus leyes y su soberanía, sometiéndose estrictamente y sin excepciones al principio universal de no intervención”.

“La diplomacia debe velar por los intereses generales de la civilización y por el establecimiento de la confraternidad universal; no debe servir para la protección de intereses particulares ni para poner al servicio de éstos la fuerza y la majestad de las naciones. Tampoco debe servir para ejercer presión sobre los gobiernos de países débiles, a fin de obtener modificaciones a las leyes que no convengan a los súbditos de países poderosos.”


Doctrina Estrada (1930):

“El Gobierno de México no otorga reconocimiento porque considera que esta práctica es denigrante, ya que a más de herir la soberanía de las otras naciones, coloca a éstas en el caso de que sus asuntos interiores pueden ser calificados en cualquier sentido por otros gobiernos, quienes, de hecho, asumen una actitud de crítica al decidir favorable o desfavorablemente sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros. El gobierno mexicano sólo se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, sin calificar precipitadamente ni a posteriori, el derecho de las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades”,


 ¿Cómo entender esta herencia doctrinaria de México? ¿Contra qué contrastarla?

 

A la distancia de casi 100 años, ambas doctrinas no encajan bien en el panorama del mundo contemporáneo y en la política exterior con la cual el Gobierno mexicano debe conducirse. La Doctrina Estrada, en particular, es la más afectada por los cambios de época sucesivos en el entorno mundial y por la transformación interna de nuestro país. En su aplicación extrema, impediría una acción eficaz de nuestro gobierno en los organismos internacionales.


La diferencia entre la utilidad de su época y su obsolescencia actual es la acción colectiva. Es verdad que al ser formulada La Doctrina Estrada, nuestro país participaba en la Sociedad de las Naciones, pero este organismo no tuvo jamás el alcance y la representatividad que obtendría la Organización de Naciones Unidas al ser fundada en 1945. Al defender la soberanía nacional de cualquier país como México, la diferencia entre hacerlo mediante la acción individual y no recurriendo a la acción colectiva es abismal. La pertenencia a las Naciones Unidas permite examinar, deliberar y pronunciarse ante los problemas y las crisis en todos los continentes. La Carta de las Naciones Unidas es el documento fundamental de nuestra era moderna que otorga legitimidad a la acción conjunta de los países en defensa de principios e intereses comunes, además de los valores universales que protegen a individuos y naciones, como el régimen universal de los derechos humanos. 


A partir de 1945, el problema del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales se volvió un asunto de la colectividad de las naciones agrupadas en la ONU. No sólo eso, pues se incorporó a ese propósito el del desarrollo económico y social, la protección de la salud y la preservación del patrimonio cultural de la humanidad, temas que dejados al arbitrio de cada uno de los gobiernos hubieran fracasado.


Un nuevo orden internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial le dio un sentido distinto al concepto de la soberanía nacional. De la defensa ultranza de la soberanía, de la delimitación de los países como islas intocables desde el exterior, se transitó, a través de cesiones de soberanía voluntarias a los organismos internacionales, hacia las responsabilidades internacionales compartidas entre gobiernos para obtener de ello ventajas estratégicas ante las grandes potencias y abrir oportunidades al desarrollo económico y social a sus pueblos. En el cálculo estratégico de las naciones pequeñas y medianas (como México) son mayores, infinitamente mayores, las ventajas de la acción colectiva que de la acción individual.


Ese cambio de época y la aparición de un nuevo orden internacional son factores que ayudan a explicar por qué las doctrinas Carranza y Estrada no podrían aplicarse ya en el siglo 21 como instrumento de la política exterior, la cual tiene a su alcance la fuerza que le dan los organismos internacionales para pronunciarse sobre la situación en cualquier país o región del mundo sin sentir que se niega la herencia doctrinaria de México.


En su momento histórico, Genaro Estrada y la Doctrina Mexicana presentada ante la Sociedad de las Naciones, defendió una postura que era correcta y conveniente para México. Dada su agudeza y preparación como jurisconsulto, no dudo que Estrada hubiera saludado con efusión la creación de las Naciones Unidas y hubiera percibido las oportunidades que el nuevo orden mundial presentaba a nuestro país.


¿Por qué se retoma el nacionalismo en México? ¿Por qué se retrae el gobierno de una participación activa en el exterior?


Para responder a estas interrogantes, vuelvo a Joaquín Pardavé, mejor dicho, a su personaje “Don Susanito Peñafiel y Somellera”, quien a lo largo de la película procuraba acercarse y complacer al General Porfirio Díaz, a quien admiraba. Díaz personificaba, a ojos de Don Susanito, la mano fuerte y el gobernante estricto que había sacado a México del caos de rebeliones, revoluciones e invasiones, y lo había encauzado hacia la modernidad. En el exterior, Díaz había negociado con Estados Unidos y Gran Bretaña, eternos reclamantes a los gobiernos mexicanos, condiciones de estabilidad para que vinieran sus inversiones, particularmente en la minería y los ferrocarriles. Con el Imperio del Sol Naciente, el entonces presidente mexicano firmó nada menos que el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre México y Japón (1888), estableció definitivamente los límites territoriales con Guatemala y vivió en una sociedad mexicana cuya aspiración era hablar francés y dominar la cultura gala, no tanto el inglés.


Roberta Lajous resume así la política exterior del porfiriato: “Entre 1976 y 1910, México pasó de ser un país inestable y reprobado por las monarquías europeas a uno reconocido por la ‘comunidad de naciones civilizadas’” (en su libro “La política exterior del porfiriato: 1876-1920”. México: El Colegio de México. Senado de la República, 2000).


No sorprende, entonces, la admiración desmedida de Don Susanito, supuesto secretario particular de Díaz, ante el General y la visión de un México ya ido, pero siempre mejor que el presente (“cualquier tiempo pasado fue mejor”) y la fuerza e importancia de nuestro país en esos años del porfiriato frente a las amenazas del mundo externo. Escrita en 1943, en medio de las convulsiones de la guerra mundial y después de tres décadas de revoluciones internas, el director y guionista Juan Bustillo Oro se dejó llevar por la nostalgia de una época de reivindicación del nacionalismo como fue el porfiriato.


Ecos de Don Susanito escucho en México en pleno 2022. Nostalgias por un paraíso perdido que ya no se identifica con Don Porfirio, por supuesto, pero sí con el país del “desarrollo estabilizador” y la “estabilidad política”, que existió de 1945 a 1970, antes de caer en el desastre económico y financiero. Durante esos años de crecimiento económico sostenido, de transformación de México en un país con mayor población urbana que rural, con mayor industria que agricultura, pero protegido a piedra y lodo del nefasto mundo externo, se consolidó la leyenda del nacionalismo revolucionario.


No es el presidente López Obrador ni su movimiento la única fuerza política con ideas nacionalistas. De hecho, nunca han dejado de existir esas corrientes que, desde diversas plataformas y mediante distintos personajes, han pugnado por resistir a la globalización, evitar la apertura de la economía y la sociedad al exterior, por rechazar cualquier cesión de soberanía nacional, por mínima que sea, bajo el argumento de obtener ventajas estratégicas. Voces que hoy exigen, por ejemplo, cancelar las exportaciones de petróleo para dejarlas al consumo nacional; o que piden inhibir el desarrollo de energías limpias para seguir consumiendo hidrocarburos, a despecho de nuestro compromiso internacional de disminuir las emisiones de carbono.


Sí es, sin embargo, la Cuarta Transformación en el poder, la que se ha manifestado no tan veladamente por una postura antiglobalización y nacionalista. No es que México haya dejado formalmente de pertenecer a organismos internacionales, ni que haya cancelado tratados y acuerdos internacionales, sino que hablamos de algo distinto: este gobierno no comparte el espíritu globalizador, no parece tener la convicción por la apertura ni la conciencia de las ventajas estratégicas de la acción colectiva y la participación activa en foros internacionales. En otras palabras, como en las relaciones de pareja, no hay divorcio, pero sí una separación. 


A dos años de la terminación del ciclo político presidencial actual, es justo decir que esa retirada de lo internacional no ha sido profunda ni la falta de convicción globalizadora la comparten todos los funcionarios, aunque no lo manifiestan públicamente. En espera de que la tormenta amaine, vendrá un reacomodo de la visión estratégica hacia el exterior con el cambio de gobierno, incluso si el nuevo presidente es de Morena, pues bajo ningún cálculo estratégico lo que hoy se pregona como defensa de la soberanía nacional es sostenible en el futuro a mediano y largo plazo. 


Ante desafíos globales como el Cambio Climático y la Guerra de Ucrania, enterrar la cabeza en el suelo como el avestruz no es la mejor estrategia para México. Los problemas del siglo 21 exigen menos ideología y más pragmatismo, menos nostalgia y más prospectiva: si seguimos como vamos, ¿qué nos espera para el 2050?


rogelio.rios60@gmail.com



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