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De raid, la vida en la mochila y la guitarra.
Fuente: Google.com
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Por
Rogelio Ríos Herrán
“Cuando
le dije a mi padre que me iba a echar a volar…”
Alberto
Cortez
A
Colmecas 81, mis globalistas favoritos
Desde hace tiempo, observo entre los mexicanos una
marcada tendencia a expresar opiniones y tomar posturas con base a qué tanto
alcanzan a ver del mundo: los de mirada corta (parroquiales) que se aferran a su terruño, sus
fronteras definidas y a la raíz de sus ancestros; los de mirada larga (globalistas) que ven
mucho más allá del suelo donde nacieron y anhelan hacer suyo el mundo entero,
sí, literalmente el mundo en su totalidad.
Parroquiales
Despiden los parroquiales al hermano aventurero que se
lanza al camino para explorar el mundo, ellos son los que guardan la tierra
natal, la casa paterna, las fotografías y cartas de los antepasados. Ellos son
los que se quedan, las raíces de sus pueblos y comunidades, los amigos a los
que el globalista regresa de vez en vez a tocar el terruño nada más para
emprender de nuevo el viaje. La solidez de su suelo nativo y de su Patria son
como de roca, no las agrieta nada. Recelan del mundo externo, desconfían de
todo lo que hay más allá de sus fronteras inmediatas. Para ellos, el paisaje
conocido, el lenguaje propio, las costumbres y tradiciones, las tortillas y
guisos de toda la vida son su baluarte contra todo lo que el resto del mundo
tiene de amenazante. Más que oportunidades del exterior, perciben amenazas; se
los dice su instinto que nunca falla. Se lamentan de que, desde dentro de sus
comunidades, son la pérdida del sentimiento patriótico, del fervor religioso y de
la educación cívica las que erosionan poco a poco su forma de vida tradicional.
Están convencidos de que “Cómo México no hay dos” y cantan el Corrido de Monterrey,
el Corrido de Chihuahua, Sonora Querida, Tabasco es un Edén y Caminos de Guanajuato,
o el que aplique según el caso, como sus verdaderos himnos nacionales. Gracias
a ellos se mantienen las tradiciones mexicanas: la machaca con huevo, las
tortillas de harina, la carne zaraza, los tamales y la cochinita pibil y
abundantes libaciones de tequilas y mezcales. Gracias a ellos, nuestros
ancestros aún reciben cada domingo flores en sus tumbas y son recordados puntualmente
cada Día de Muertos. Usan sus iPhones, sí, pero para ayudarse a resguardar su
mundo local contra las amenazas globales. Son los pilares de nuestras
comunidades, sin ellos no habría Patria tal como hoy la conocemos y debemos
agradecerles por ello.
Globalistas
¡Ah! Los globalistas, mi tribu preferida. Son los
trotamundos, los “pata de chucho” que no se pueden quedar quietos en un mismo
lugar por mucho tiempo. Nómadas existenciales como son, las tradiciones los
ahogan, el patriotismo es una camisa que les queda apretada, la Patria (sí, la
quieren tanto como sus hermanos parroquiales, pero con amor de caminante) no es
la Dama regañona que los sujeta, sino un papel que llevan en el bolsillo
mientras recorren en aventón el camino de México hasta Argentina. Son
mexicanos, son patriotas, pero juegan en un equipo diferente a los sedentarios:
son, quieren ser, sueñan con el mexicano universal. Cuando vuelven a su
terruño, traen noticias e historias del mundo externo, fascinan a sus hermanos
y amigos sedentarios que casi nunca salen de su pueblo con historias y anécdotas
sin fin con las que les dicen que allá, atravesando las fronteras, hay gente de
carne y hueso como uno, samaritanos y villanos como en todos lados, idiomas, tradiciones,
cocinas y canciones tan viejas y venerables como las nuestras, y muchas formas
de imaginarse a Dios y vivir la vida. Cantan “no soy de aquí ni soy de allá”,
como Alberto Cortez o “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, como
Serrat. Disfrutan el privilegio de ser mexicanos mientras se toman un tequila
en Roma, Teherán o Seúl, en cualquier parte del mundo en donde reciben bien a
los mexicanos, lo cual es decir en todo el mundo. Los globalistas aman el
camino tanto como a sus parejas de vida (o quizá un poco más), para ellos
Jesucristo fue el gran globalista de pelo largo e ideas universales, no temen a
lo que hay más allá del territorio conocido, son los Magallanes del siglo 21 y,
a la manera del navegante portugués, le dan la vuelta al globo terráqueo con un
mensaje inconfundible: aquí estamos, venimos de México, somos del Mundo,
vivamos en paz.
Lo mejor de la existencia de parroquiales y
globalistas (tome su bando si usted gusta, estimado lector) es que, contra lo
que pudiera pensarse, ambos se necesitan y se atraen para darle sentido a sus
existencias: sin los sedentarios no habría hogar ni Patria a donde regresar;
sin los nómadas no habría mundo a donde ir ni nadie que disipara los temores y
miedos de los sedentarios. Son La Cigarra y La Hormiga, pero en buena onda (“estamos
pisteando tranquilos”, como dirían los sinaloenses) y sin moraleja incómoda. Como
el regreso del hijo pródigo que nos cuenta la Biblia, el retorno del globalista
es ansiado por el sedentario, por sus padres cariñosos que echan la casa por la
ventana cuando lo reciben, por sus hermanos alborotados que siempre lo esperan.
Sin los que se quedan, el que se va no tendría adónde volver; sin el que se va,
el que se queda se marchitaría de encierro, tristeza y aislamiento. Se rompería
el orden universal de las cosas sin el Ying y el Yang de los taoístas.
El camino llama al viaje; el hogar espera el retorno. Vivir
es irse, pero también quedarse. Es mi idea de Dios.
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