Paso a paso, mi amado México se desintegra y pierde el rumbo hacia una nación democrática en la cual rija el estado de derecho y campee la rendición rigurosa de cuentas y actos de los gobernantes. El país va en sentido contrario.
Por Rogelio Ríos Herrán
La mala política es la que hacen los malos políticos que gobiernan a malos ciudadanos, como en México.
Nadie se salva. Si entendemos lo de “malos” ciudadanos no tanto como perversidad, sino como la grave insuficiencia o la carencia total de educación cívica, cultura general y conciencia política en el común de los mexicanos, veremos que es imposible que los líderes políticos surgidos de tal sociedad fallida sean “buenos” (en el sentido de eficientes, preparados y capaces de entregar excelentes resultados).
Por “mala política” entiendo lo siguiente:
La falta de cultivo de una moral sólida y positiva en las personas que se dedican a la actividad política y al gobierno. La educación moral endeble y movediza impide a los gobernantes comprender la noción básica de lo que es la ética del servidor público y su compromiso con el manejo escrupuloso del erario y los cargos públicos. Para ellos, no hay conflicto alguno en su interior: sin moral personal, no hay ética pública que los obligue.
Aun cuando algún gobernante más ilustrado que el promedio de sus congéneres traiga consigo una educación moral sólida, sus actos y propuestas públicas se estrellan contra el muro de los intereses creados, las alianzas inconfesables de gobernantes y criminales y, en general, un ambiente poco propicio a la rendición de cuentas.
La corrupción es, lisa y llanamente, la tentación de aprovechar el poder público para beneficios privados indebidos. Mientras más débil es la formación moral, la carencia de valores y la preparación profesional de las personas aspirantes a gobernantes o legisladores, más pronto que temprano caerán en la tentación.
En el sector público mexicano, me temo que los líderes recién llegados al gobierno no están preparados para defender su idealismo, sus buenas intenciones y escrúpulos de conciencia una vez instalados en los cargos públicos. Si ellos no entran al juego de la complicidad, será muy corta su carrera en el servicio público o acabarán inculpados de delitos que no cometieron para que otros sigan haciendo sus trampas.
En México, las sanciones a servidores públicos, la codificación en leyes y reglamentos de penas severas para los corruptos, no sirven para inhibir a quienes están decididos a manejar los bienes públicos como patrimonio personal. Estadísticamente hablando, su impacto es tan bajo que bien podría decirse que las contralorías y comisiones contra la corrupción están de adorno en las paredes.
El General Álvaro Obregón tenía razón: nadie aguanta un cañonazo de 50 mil pesos, que en su época (hace 100 años) eran una fortuna. Actualizada la cifra a pesos de hoy, la frase sigue siendo cierta.
Ahora bien, la otra parte de la ecuación de la corrupción del servidor público en México es la ciudadanía que propicia esa corrupción.
Casi ningún mexicano se siente “moralmente derrotado”, como diría un político mexicano, por dar una “mordida” o soborno, por ejemplo, al agente de tránsito para que no nos aplique una multa por cometer una infracción.
Al contrario, la persona que no da “mordidas” ni sobornos a empleados y funcionarios públicos para acelerar sus asuntos es considerada ingenua.
Y de ahí a permanecer indiferente ante la ineptitud de la clase política en su conjunto para gobernar al país y su apatía ante el saqueo del tesoro público, no hay más que un paso.
Paso a paso, mi amado México se desintegra y pierde el rumbo hacia una nación democrática en la cual rija el estado de derecho y campee la rendición rigurosa de cuentas y actos de los gobernantes. El país va en sentido contrario.
Tal vez los ciudadanos no se dan cuenta de lo que está pasando, pues vivimos enfrascados en el día a día y en el ámbito de las vidas privadas ante el espectáculo deprimente que cotidianamente exhibe la clase gobernante de este país.
Pero el resultado final es inevitable: un país a medias en todo, es decir, medio democrático, medio autoritario; medio desarrollado, medio subdesarrollado; medio educado, medio ignorante.
¿La solución? En mi opinión, es volcarnos hacia la reeducación de los mexicanos, trabajar con las nuevas generaciones en una educación libre de dogmas y prejuicios ideológicos y formar a los gobernantes de excelencia del mañana que relevarán a los mediocres de hoy.
Eso, mis estimados amigos, tomará generaciones y décadas para hacerse realidad. Mejor empecemos ya a hacerlo antes de que sea demasiado tarde.
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