San Francisco me entregó, vale decirlo, su encanto y paisaje marino, sin ocultar a quienes viven marginados y mueren interminablemente por las adicciones ni a los homeless.
Por Rogelio Ríos Herrán
San Francisco, California. No se preocupen, estimados amigos, el estruendo de México no llega masivamente a la inmensa bahía que hospeda a la ciudad de San Francisco y otras ciudades y poblaciones, esa es la buena noticia.
¿Qué es el estruendo de México? Es la violencia que hace palidecer a las películas de Tarantino como si fueran un juego de niños, sus narcos que son celebridades en los medios de comunicación, rockstars del fentanilo, maestros de la extorsión, el secuestro y la trata de personas, entre otras lindezas, se quedan muy lejos de estas costas californianas.
Los políticos mexicanos ineptos y profundamente corruptos de siempre, los mismos pillos de ayer que en el presente cambian de bando político, pero no de mañas, pueden acaparar las primeras planas en México, pero en California a nadie interesan en nada, cero, kaput.
La mala noticia: México es, política y mediáticamente hablando, una nación irrelevante en este espléndido puerto que tiene un perfil incomparable a otras ciudades norteamericanas.
Verán ustedes, me sorprendió la extensa población asiática (china, coreana, vietnamita, los rostros serios y la piel oscura de indios y paquistaníes), pues todos ellos sobrepasan en proporción a los latinos, hasta donde yo alcancé a ver.
A los turistas mexicanos nos saludan con cortesía, pero nada más, como si California no hubiera sido territorio mexicano alguna vez.
Esta es mi primera visita a San Francisco, así que seguramente mis impresiones iniciales se irán afinando con visitas posteriores, si la Providencia lo permite.
Prácticamente todas las poblaciones tienen nombres hispanos en esta área del norte californiano, y el estado rinde tributo histórico a cada construcción de la época novohispana fundada por los misioneros.
De México no se habla, sin embargo, en tiempo presente, más que alguna mención ocasional y secundaria en los noticieros locales sobre alguna declaración del presidente Trump tundiendo al gobierno mexicano por su incapacidad de frenar el flujo del fentanilo proveniente de nuestro país.
La mezcla generosa de lenguas y culturas, la gran influencia de la población oriental y los homeless (casi todos hombres negros) lo envolverán a usted en cualquier caminata por Union Square y el centro histórico o por la zona de El Embarcadero.
El flujo incesante de turistas europeos, por ejemplo, le permitirá ver a un gran número de familias del tipo nórdico.
Al caminar por la calle Post Street, a media cuadra de Union Square hacia el sur, se me apareció el estruendo mexicano de forma inesperada: un hombre joven, quizá treintañero, de piel negra y pelo rasta, permanecía inmóvil a mitad de la banqueta, doblado el torso hacia adelante por completo como si ejecutara un ejercicio gimnástico de tocarse la punta de los pies, pero sin levantarse.
Era una contorsión grotesca que había detenido al muchacho en el tiempo: no se levantaba, no caía, no se movía a un lado u otro, sólo estaba doblado en cuerpo y, me temo, en alma, completamente indefenso y en el peor estado posible para un hombre: sin dignidad alguna.
Sentí un escalofrío al verlo: eso es fentanilo, seguramente, pues ya he visto en videos de algunas ciudades norteamericanas el efecto que esa droga provoca en los adictos hasta el punto de hacerlos perder el control de su propio cuerpo y de cualquier tipo de razonamiento.
Yo estaba presenciando el último eslabón de la cadena depredativa de las drogas: el consumidor final, el “junkie” doblado, literalmente, por la última dosis que proviene casi seguramente de México.
El estruendo de México termina aquí, en una calle de San Francisco en donde, bajo el sol de una mañana espléndida en la bahía, un joven negro se rinde con una reverencia grotesca ante la muerte lenta del fentanilo.
Ya no hay más a dónde ir en el negocio del narcotráfico, su objetivo está cumplido: esa mañana cobró una vida más, pues, aunque el cuerpo de ese joven siga respirando, se ha muerto en vida ante la indiferencia de los peatones y frente a mi impotencia absoluta de ayudar a un prójimo en trance de muerte.
Cada día, un nuevo muchacho o muchacha prueba por primera vez la droga y ahí queda “enganchado” a seguir un camino que acabará con su vida mucho antes de su muerte física.
Ahí estaba el estruendo mexicano obrando ante mis ojos su ciencia de la muerte administrada en pastillas de colores que parecen inofensivas.
Seguí mi camino por Post Street y llegué al hotel Donatello, en el cruce con Mason St., para descansar y recobrar fuerza, pues las calles franciscanas requieren energía y determinación para recorrerlas, particularmente en las zonas de las lomas.
San Francisco me entregó, vale decirlo, su encanto y paisaje marino, sin ocultar a quienes viven marginados y mueren interminablemente por las adicciones ni a los homeless.
Como mexicano, recibí agradecido con esta ciudad todo lo que me entregó, incluso cuando hasta sus calles llegó una parte del estruendo mexicano.
Volveré, seguramente, para disfrutar la brisa marina al caer la tarde en El Embarcadero antes de cenar en Cioppino’s y recorrer de nuevo, a mi paso lento, esta ciudad señorial.
Sólo espero que al volver a SF encuentre una cara de México distinta a la que hoy tristemente ofrecemos al mundo.
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