Por Victoria Ríos Infante
Las canchas de
futbol en los albergues de atención a población migrante constituyen no sólo
espacios para la recreación y el esparcimiento físico, son también espacios
terapéuticos. La presencia de un balón de futbol en contextos de crisis es
igual de valiosa que la presencia de especialistas en temas de salud física y
mental: es el mejor complemento a los anteriores.
Los balones
son los juguetes que se quedan con el niño y la niña interior que los adultos
llevan dentro. Son bolas de cuero sintético que nos hacen soñar mientras las
tenemos cerca. Y, cosa importantísima, no sólo alimentan los sueños y la
imaginación de hombres, sino también de muchas mujeres.
“Estoy
practicando, tal vez algún día sea una profesional…” Escuché decir en Tijuana a
una mujer que cabeceó el balón por más de hora y media. Hombre, tras hombre
pasaba para hacerle mancuerna y ella, incansable, seguía dándole vuelta a cada
uno. Agachándose e impulsándose con estilo, con técnica, con fuerza. La misma fuerza
que seguramente le llevó a salir de Honduras, atravesar todo México y llegar
hasta esta ciudad fronteriza. “Esa catracha vale oro”, murmuraba un cúmulo de
hombres que se reunían para presenciar la cátedra que la mujer daba con el
balón.
En El Barretal
(Tijuana, Baja California), un recinto de espectáculos adaptado como albergue temporal
de cientos de migrantes hondureños, salvadoreños, guatemaltecos y
nicaragüenses, unos jóvenes de la caravana migrante peloteaban la bola y
disfrutaban lucirse con los pies, mientras esperan su número para pasar a Estados
Unidos a solicitar asilo.
Jon y Noé
tenían meses, si no es que años, sin poder jugar futbol como solían hacerlo
cuando eran más pequeños. La dura rutina de trabajo, la escuela, no les
permitía ya tener espacio para “cascarear”. La charla, que inició con la
nostalgia del deporte, trascendió en el estigma que cargan como jóvenes cuando
los tachan de criminales y holgazanes; mientras uno era estudiante de
agronomía, el otro deseaba iniciar una carrera como ingeniero antes de sumarse
a la caravana.
“Lo extrañaba
muchísimo, jugar…”, decía un joven migrante, por eso, los balones en El
Barretal les llenaban las piernas, el pecho, la cabeza y el corazón de
felicidad.
Podrá parecer
algo pequeño, pero una cancha o un balón pueden cambiar totalmente la vivencia
de un espacio de atención a personas migrantes: “Las canchas de los albergues que
he estado, ¡púchica! créame que, para desestresarse, yo allá la pasaba feliz,
al principio jugaba todos los días. El torneo de los sábados, ¡púchica! todo
mundo lo esperaba con ansias, y me acostumbré a eso” narra Javier sobre su
experiencia en La 72 (en Tenosique, Tabasco), en el sur del País, contrastando
esa experiencia con la de los albergues de la frontera norte.
“Lo primero
que pregunté yo aquí fue: aquí no hay una cancha ni nada, porque es la única forma
de poder hacer ejercicio, y a la vez poderse distraer de este camino tan duro y
tan largo”, concluyó.
Todo esto lo
reflexiono mientras en Tijuana me siento como en casa cuando coreo con la barra
de mi equipo Tigres “¡aquí no existen fronteras, vamos a donde sea!”, en un
partido de futbol contra Xolos de Tijuana, y festejo el gol de dos migrantes (un
francés y un chileno, jugadores de Tigres) que en Monterrey son abrazados sin
peros -al menos por la mitad de la ciudad. Mientras las copas de oro nos llenan
de alegrías, estos balones —los que se pasean por los incansables pies
migrantes— son los balones de la esperanza, son medicina para el cuerpo y el
alma.
Victoria es migrante permanente, Licenciada en Estudios
Internacionales (Universidad de Guadalajara), estudiante del Doctorado en
Ciencias Sociales (ITESM Campus Monterrey). Ha colaborado con organizaciones y
redes especializadas en el estudio y atención de la migración.
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