El mundo vive hoy una nueva amenaza de destrucción nuclear global: entre tantos países armados con bombas atómicas infinitamente más destructivas que las arrojadas sobre Japón en 1945, el peligro de destrucción global de la Humanidad y la Tierra es real, inmediato y altamente probable.
Por Rogelio Ríos Herrán
La ciudad japonesa de Hiroshima, víctima del primer ataque con una bomba atómica el 6 de agosto de 1945, realizado por los Estados Unidos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, mantiene su vigencia como símbolo del rechazo a las armas atómicas y en favor del desarme nuclear total en el mundo.
A mi generación universitaria, en la cual obtuve el título de Relaciones Internacionales en 1981, le tocó estudiar el mundo de la Guerra Fría con sus dos grandes potencias nucleares, Estados Unidos y la Unión Soviética, y la doctrina de la disuasión nuclear mutua.
En palabras sencillas, la dichosa doctrina decía que, si los rusos atacaban a los norteamericanos o viceversa, cada uno de ellos tenía la capacidad de respuesta suficiente para destruir al atacante mediante una represalia.
Visto a la distancia de los años, eso fue un acuerdo entre gánsteres nucleares de Moscú y Washington: si tú atacas mi territorio, yo destruyo el tuyo: eso fue la “destrucción mutua asegurada” durante la duración de la Guerra Fría (1945-1991).
La cantidad inmensa de dinero que soviéticos y norteamericanos invirtieron en la carrera armamentista y en la carrera a la luna y al dominio del espacio alrededor de la Tierra, fue dinero desperdiciado en armas que, de lo contrario, hubiera sacado del subdesarrollo y la pobreza quizá al continente africano entero.
Pero no es sólo el dinero malgastado, sino la posesión de un poder destructivo sobre el planeta que tuvieron en su momento las dos grandes potencias nucleares.
Se apropiaron los gánsteres nucleares de la capacidad de decidir sobre la vida y la muerte de miles de millones de personas y sobre la naturaleza y la superficie de la Tierra.
Jugaron rusos y americanos a ser dioses nucleares, a cualquier costo y por sobre cualquier consideración política, ética y moral.
Al estallar la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, alrededor de las 8 de la mañana del 6 de agosto de hace 80 años, y matar al instante a casi 80 mil personas, a las cuales se sumarían otros miles más debido a los efectos de la radiación nuclear, el mundo supo de inmediato que este poder de destrucción rebasaba a cualquier consideración política, ideológica o militar.
Nunca debió ningún gobierno aplicar el conocimiento sobre el átomo y la energía nuclear a usos militares y la construcción de armas nucleares. Fue el error más grave cometido por la Humanidad en el siglo 20.
La segunda bomba nuclear arrojada en Nagasaki el día 9 de agosto, otro ataque militar de los Estados Unidos sobre una población civil vulnerable, provocó más muerte y destrucción y, unos días después, la rendición incondicional del Ejército Imperial japonés.
A partir de ese punto, el desarrollo de las armas nucleares fue acelerado y extenso: más países fabricaron armas atómicas e hicieron innumerables “pruebas nucleares” bajo y sobre la superficie de la Tierra, en el mar y en islas pequeñas.
La magnitud del ataque a Hiroshima y Nagasaki, el trauma colectivo de dos ciudades japonesas atacadas con armas de elevadísima capacidad destructiva rompió cualquier restricción ética sobre el uso de esas armas presentada por los científicos participantes en el Proyecto Los Álamos.
No hubo ya más ataduras a las bombas atómicas que la de la cruda posibilidad de lanzar un ataque nuclear y ser destruido por la respuesta del enemigo. Así de absurda puede ser la estupidez humana.
Afortunadamente, en el mundo no callaron, sino que se acrecentaron las voces y acciones en favor de las restricciones a las armas nucleares, el establecimiento de zonas libres de armas atómicas y por el desarme nuclear total.
América Latina, por ejemplo, es una zona libre de armas nucleares gracias al Tratado de Tlatelolco (Tratado para la Proscripción de las Armas Nucleares en América Latina y el Caribe, firmado en 1967), impulsado por un equipo de diplomáticos mexicanos bajo la guía de Alfonso García Robles (Premio Nobel de la Paz, 1982, junto con Alva Myrdal), y se ha podido mantener así en lo que va transcurrido el siglo 21.
Otras regiones del mundo siguieron la pauta de la desnuclearización: el Pacífico Sur, el Sudeste de Asia, África y Asia Central.
Japón, el país flagelado por dos bombas atómicas, se ve hoy envuelto en una discusión nacional sobre si debe rearmarse e incrementar su ejército y capacidades defensivas ante las amenazas de China y Corea del Norte, países armados con bombas atómicas.
Los acuerdos de restricción de armas nucleares en vigor durante décadas entre Estados Unidos y Rusia están a punto de expirar y no hay voluntad manifiesta de las partes para renovarlos.
China ha incrementado durante el siglo 21 el tamaño de su Ejército y Armada y ha duplicado, según algunas fuentes, su armamento nuclear.
El mundo vive hoy una nueva amenaza de destrucción nuclear global: entre tantos países armados con bombas atómicas infinitamente más destructivas que las arrojadas sobre Japón en 1945, el peligro de destrucción global de la Humanidad y la Tierra es real, inmediato y altamente probable.
Cualquier chispa en un conflicto regional (Ucrania, Medio Oriente, India y Paquistán, Corea del Norte y Corea del Sur) puede detonar una escalada atómica mundial.
Guardaré hoy un minuto de silencio por las víctimas de Hiroshima en 1945 y elevaré mis oraciones porque no se repita el holocausto japonés en mundo en 2025.
FIN